El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Los más proclives a decir esto son los desentonados

Carlos Acevedo Esto nunca fue mejor— 26-10-2011

Según me cuentan, un hombre tiene la fórmula para detectar, identificar y, supongo, explicar si una obra permite ser calificada como arte. La intuición me dice que la gramática de dicha fórmula permite dilucidar, también, el por qué del arte o, inclusive, la intentio autoris. Suelo fantasear con los paréntesis de la misma, y debo admitir que soy incapaz de asignarle un valor determinado a las incógnitas que se han de despejar. Me gusta la idea de que la técnica corresponda al valor que oculta X, cosa completamente válida en España, que es donde vive este señor, así como me lleva a la digresión pensar qué pasaría si la relación de la obra con su tradición se valorara con Y, cosa que en España se cuestionaría, pues, al ser también una conjunción, pondría en evidencia las fricciones que surgen cuando por tradición se apela a esas naciones peninsulares que no son o no hablan como en la capital, y viceversa. También he pensado sobre qué forma tendría la parábola si la fórmula contemplara alguna ecuación polinómica. Alrededor de esto suelo pasar los ratos muertos, lo cual tiene bastante gracia: no sé nada de cálculo integral, siquiera soy capaz de figurarme qué es el cálculo parcial. Aún así, me preocupa saber si la fórmula admite valores positivos o negativos y me detengo en aventurar o conjeturar si, en el sistema de valores diseñado por este hombre, que creo jubilado o con una pensión por invalidez, el cero es un valor determinante. Por pura lógica, el cero debería ser el valor exacto del arte. De esta manera, la representación gráfica del arte en dicha fórmula sería igual a su incidencia en la sociedad pues la adición de ceros a la derecha de un número cualquiera asigna, según los papelotes, la importancia o relevancia de una obra.

Pero esto no acaba aquí. Este hombre también ha construido una maqueta a escala del universo y con este gesto lo ha corregido, pues lo considera mal diseñado y peor dispuesto. No sé muy bien cómo piensa reordenarlo, como tampoco sé si la colección de todos los libros posibles en la que trabaja desde hace años está formada por un sólo libro que lo contiene todo o por varios cuyo valor distintivo estriba en que contienen una posibilidad, acotada a la vez que abierta, de obra literaria. Imagino que esta incompleta obra magna de la literatura universal está construida a partir de volúmenes que se diferencian entre sí porque tratan lo cotidiano o lo programático. De ser así, en un pueblo perdido de España se estaría gestando la obra literaria más contundente y extraña que se haya escrito, dado que entre la minuciosidad de los detalles y la prefiguración del absoluto literario estribaría todo aquello que no respira ni se mueve pero que parece tener pulso.

Pienso muy seguido en este señor, admiro el relato de las características de su trabajo. Me fascinan su evidente y prístino interés por la cultura, su encierro y el altruismo que parece deslizarse de lo que ha llegado a mis oídos.

A veces imagino que las preguntas que me hago respecto a su trabajo se las hago directamente. Nunca responde, sólo me mira con cara de que no he entendido nada, posiblemente subrayando que nunca lo haré, cosa en la que tendría más razón que un santo. Otra vez, enumero nada más que conjeturas: no le conozco, y la distancia que nos separa ahora mismo no me permitiría interpretar sus gestos en el caso de que nuestro hipotético encuentro llegase a realizarse. Pienso en él cada vez que alguien habla de alta literatura o de literatura de verdad o de arte a secas y con mayúsculas y con la boca llena del ir ponderando cuatro o diez letras. Como se ve, soy asiduo a frecuentar la prensa cultural o los textos que indagan en la cultura y por ello me he visto obligado a pensar en él en varias ocasiones. Lo hago porque mantengo que es muy fácil decir o escribir que el arte se ha convertido en mercancía —como si alguna vez hubiese sido otra cosa—, así como me resulta difícil comprender a quien pondera que la literatura se ha agotado en fórmulas esdrújulas y dueñas de un esqueleto teórico que parece fluorescente como disfraz de Halloween. Esto último es parecido a decir que la literatura muchas veces se viste de muertos para ocupar un lugar sugerente en nuestra inamible actualidad, lo cual me recuerda que lo certero no tiene por qué comportar un juicio de valor. O no, al menos, uno de carácter absoluto e irrevocable.

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