El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Fallor, ergo sum

Carlos Acevedo Esto nunca fue mejor— 03-10-2012

Según me comentan, el más llamativo de mis anacronismos pasa por encender los cigarros con fósforos; aunque en mi día a día, y tal como me lo han dicho, tienda a encender los cigarrillos con cerillas.

No se trata de una costumbre nueva, mucho menos dirigida a consignar nada. Así, con fósforos, vuelvo a insistir con el humo apenas merma un poco el calor estival. Es poco más que un gusto añoso y esporádico que hasta nuevo aviso coincide con mi reentré entre los fumadores, valientes que se enfrentan a todas las inclemencias del clima por puro vicio. Esto también suele despertar suspicacias: no soy tanto un fumador empedernido como un fumador voluntarioso que de vez en cuando reniega del encendedor porque impregna el tabaco de un regusto a gas. Eso no más. Aunque, por otro lado, durante el verano mi condición de fumador se esgrime y construye según el día y la situación: fumo para acompañar otras cosas (risas, conversaciones, alcohol, lecturas), mientras el resto del año sucede al revés. Sobre esto último también me han interpelado. Me han dicho, concretamente hacia finales de julio, que me escaqueaba de responder claramente si fumaba. Es verdad: al ser interpelado acerca de mis hábitos no supe qué responder, pero pronto abandoné la velada: allí no había —¡ni habrá!— nada que mereciera un cigarro.

La última vez que me indicaron lo de las cerillas, la aliteración esa, lo hicieron aduciendo nostalgia de tiempos pasados. Puede ser, no lo descarto: recuerdo con nitidez la época de los primeros cigarros, siempre sueltos —robados o conseguidos mediante unas pocas monedas en los kioscos—, los más baratos, idénticos en todo a los que mendigaba una señora de mi barrio. “No le sobran diez pesos para un laifito”, casi preguntaba en voz baja. Casi nunca nos sobraban esos diez pesos; nosotros, los que queríamos ser viejos ya, ahora mismo, sólo teníamos unos pocos fósforos en cajas que rellenábamos vaciando a escondidas las de la cocina de casa. Entonces se trataba de razones económicas: toda moneda ahorrada era una moneda para comprar cintas donde grabar música o para arrendar películas; todo billete estaba destinado a fotocopiar algo que leer con suma urgencia y afán memorizador. El tímido capital que manejábamos no daba demasiadas alternativas en lo que se refiere al fuego. Pero equivocaría el tiro si sostuviese que incluso el acto mismo de fumar nos resultaba del todo vital. Allí y entonces conseguir de fumar era casi azaroso: dependía de quedarse con el vuelto del pan, de buscar monedas en los bordes del sofá, de asaltar alcancías y monederos. Aunque, si las pesquisas iban mal, si no había suerte, el desasosiego lo nublaba un amigo que te dejaba la última calada. Así de importante era fumar.

Creo que en algún momento, seguramente contrastable con las personas que frecuentaba hace más de diez años, los fósforos fueron también una apuesta estética, parte de una imagen a proyectar que se conjugaba con la tendencia a fumar con el cigarro sujeto entre los dedos anular y medio para poder escribir a mano largos textos hacia abajo en lugar de hacia el costado. Yeites deudores de la persona que fui, que me empeñé en ser, y que no he sabido perpetuar.

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