El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Familia de renuentes

Carlos Acevedo Esto nunca fue mejor— 23-11-2012

Tiendo a evitar el Passeig de Sant Joan porque sus alboradas me recuerdan a Mendoza, capital de provincia en donde perdí el miedo a la pobreza y aprendí a ser chileno. Hasta entonces, y para todos los efectos, era o solía ser argentino. Varias veces me han comentado que hay algo extraño o curioso en esa dislocación o desplazamiento —dejar de ser argentino en Argentina, empezar a ser chileno al salir de Chile— pero nunca lo he visto así, siquiera he entendido a qué viene la pregunta: no hay nada que no se pueda explicar aclarando que hasta poco antes de salir de allí por última vez seguía teniendo dos partidas de nacimiento (una por país).

Por supuesto esto no tiene nada que ver con el Passeig de Sant Joan, salvo quizá por el eco de aquellos días que por ahí se arrastra gracias a los árboles y a algunos edificios. Se trata de un eco nocturno que precisa de un viento frío y ligeramente molesto para generar una instancia que, más que constituir el comienzo de una serie de recuerdos, me hace parecer empeñado en reconstruir una situación casi idéntica a la que intento no rememorar pero en la que irrevocablemente vuelvo a estar inmerso: los libros que recogí en la biblioteca pesan sobre el hombro derecho y el acarreo resulta cada vez más incómodo; camino en subida desde hace una hora, nervioso por algo que no sé muy bien qué es; los árboles y las hojas se mueven con el viento, subrayando la tonada aquella que habla del otoño y el amor; es imposible llegar a casa, quedan (cien, mil) kilómetros por delante. De pronto resuelvo que, a pesar de tener casi el doble de la edad que tenía entonces, estoy exactamente en el mismo lugar: lejos de casa, hastiado, leyendo de manera desordenada a un poeta argentino cuyo apellido está escrito de manera ligeramente diferente a su forma original.

No sé si ha sido mi desprecio por la nostalgia (exaltado al contrastar con lo cara que resulta a mis contemporáneos) lo que me obligó a no detenerme en la imagen primera, en la reverberancia de la ciudad ya abandonada. Aún así, el recuerdo en el que me veo inmerso resulta extraordinariamente vívido, un símil ridículo, sobre todo estridente: me obliga a ocuparme en ordenar lo que acontece para no confundirme.

Pienso que habito el exacto lugar por segunda vez y a kilómetros de distancia, por ejemplo, pero antes de que esa idea tome cuerpo (como relato de realidades paralelas, como déjà vu, como listado a chequear) pienso en que nada ha cambiado: sigo siendo, esencialmente, una persona que acarrea papel y que camina, que camina acarreando papel o que camina porque debe acarrear papel. Pero más allá de ciertas rutinas que no abandono (no sabría cómo), ésta superposición de imágenes casi idénticas tiene algo de fantasmal. El eco que resuena, el eco al que renuncio, podría ser, quizás, la risa constante que allí y entonces amagó cualquier tragedia. Lo curioso es que puedo decir con total seguridad que reíamos poco: solíamos estar siempre alerta, prevenidos siempre para lo peor. Eso sí: el plural existía (en su primera persona). Lo sé, lo recuerdo, porque hasta de eso quisimos renegar.

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