El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Arbitrariedad en la orientación

Carlos Acevedo Esto nunca fue mejor— 18-10-2012

Lo descubrí hace cosa de dos años por pura casualidad: al otear el color del semáforo acabé olvidando los entuertos que se hacían o desfacían (no recuerdo si leía un folletín de nuevo cuño o un sesudo ensayo), me detuve y miré el embeleco hecho a medias entre la distancia y el punto de vista; durante un par de semáforos me entregué a no hacer absolutamente nada salvo intentar memorizar los colores y sus matices, los grados de separación, las medidas; las trayectorias y las cifras, los símbolos convencionales y los eslóganes; las canciones o melodías que salían de los autos o que se susurraban a través de audífonos; las conversaciones que los viandantes mantenían entre ellos o con el telefonino. También los olores más evidentes: olía como si fuese a llover de un momento a otro y a cigarros mentolados. A eso y a combustible quemado, pues se trata de una esquina muy concurrida por todo tipo de vehículos y personas que afanosas trazan una trayectoria nerviosa.

Hablo de la esquina que se forma en Aragó cuando, buscando el mar o el centro, se camina por la vereda izquierda de Aribau. Desde ahí, al mirar en diagonal hacia la izquierda y alzando un poco la vista, se puede ver un edificio de departamentos que sobresale dos o tres pisos. Un edificio de siete u ocho plantas cuya puerta parece estar justo detrás de una plazoleta que parece dividida y empequeñecida por la misma Aragó, calle que sepulta una antigua vía férrea. La perspectiva que permite esta esquina hace que el edificio de departamentos pierda profundidad y se vea plano, que parezca pintado o contrahecho en cartón piedra aunque sea posible ver dos de sus caras o lados. En ocasiones da la impresión de que alguien pensó, en un pasado remoto pero igual al presente —no se pudo, no se puede, de momento, construir o especular—, que un edificio un poco más alto estaría muy bien ahí, por la prestancia que se le suponía y supone a los edificios más o menos altos.

Soy consciente de que esto de ver las cosas sin perspectiva, imposibilitados de dotarlas de inmediato de la profundidad que poseen, no tiene nada de reseñable, pero no puedo evitar consignarlo. Sé que sucede a menudo y con total normalidad en paseos y conversaciones, en declaraciones públicas o privadas. Lo que me sulivella es que en ocasiones el mantener esta angostura de miras suele ser aplaudido, como si la simplificación del fenómeno que sea tuviese, en sí, algún tipo de legitimidad imposible de discutir. Aun así, cada vez que hago ese camino me detengo brevemente en esta esquina y allí medito si es posible que la perspectiva forzada que me asalta, un fenómeno del todo ordinario y harto común en esta zona, difumine de alguna manera la idea de progreso que justificaba y aún hoy sostiene el plan hipodámico que formulaba un futuro en cuadrícula para los viandantes del presente. Y así hasta que me topo con la primera de las tres librerías de viejo que obligan, casi siempre, a rebuscar unas cuantas monedas para cambiarlas por alguno de los libros que alguien ha abandonado.

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