El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Cosa de no salir

Carlos Acevedo Esto nunca fue mejor— 25-10-2012

Le veo en una esquina, moviéndose como se mueven los participantes de los concursos de talento que se suceden en la tele; teatraliza cada gesto como si así pudiese subrayar que está completamente inmerso en la interpretación de aquello que ahoga o murmura: ni un sonido sale de su boca. Pienso que estoy ante un futuro protagonista de un canal que transmite una y otra vez los mismos vídeos musicales y por eso es probable que ya mayor relate esta anécdota. Entonces referiré un éxito del pasado, un one hit wonder caído ya en la desgracia o el olvido —lo mismo da—, pero no podré. No sabré si decir auriculares, cascos o audífonos y entonces diré cuffie y sin más empezaré otra larga digresión acerca de la extranjería constante, esa que domeña todo tiempo y lugar.

Pero lo que es preciso consignar a como dé lugar es que le veía moverse, casi bailar, flexionar levemente las rodillas y alinear las caderas con los hombros, mover ambos ejes al compás de una música que desconozco, que soy incapaz de imaginar pero que supongo afuera de todo tiempo. Lo hace con un juego de brazos del todo armónico, propio de los deportes de contacto, siguiendo con tesón la música que proviene de como sea que se llame eso que lleva sobre las orejas y que hará que el camión mediano que aparece a sus espaldas se lo lleve por delante. En eso pienso cuando levanta el mentón y con los ojos entrecerrados hace un gesto que supongo propio de un falsete o vibrato, recurso agotadísimo y maniqueo, cansino. Entonces se detiene. El tipo no sólo pone cara de hacer el vibrato, sino que se le ve sufrirlo en silencio, con la mano derecha sobre el pecho. Lo vive tanto que se detiene en medio de la calle cuando el semáforo parpadea por última vez y me obliga a retrasar mis pasos, a caminar más lento. Retrocedo con él. Sopeso si es capaz de cantar o si se trata solamente del nuevo rey del karaoke. Vuelve a cambiar el semáforo y el rey del karaoke cruza la calle a mi vera, a dos pasos o dos metros, me admiro de cómo camina: está a punto de resultar tan tremendo como Rocky Roberts.

Habita un musical de nuevo cuño, se desplaza con un movimiento de piernas negroide, apunto.

En la siguiente esquina, luego de un salto casi del todo ridículo, decide hacer caso de aquello que sucede aquí fuera; entonces se quita de aquello que le abstrae del mundo, mira a su alrededor, suspira con un gesto cansado y ya no baila, camina nomás. Vuelvo a lo mío, a lo primero que recité mentalmente cuando le supuse ahíto del pudor mínimo que impone esta ciudad: olvidé el paraguas, él baila yo inmóvil, llego tarde.

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