El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Algo, ya comenzado, no admitía espera

Carlos Acevedo Esto nunca fue mejor— 10-11-2011

Casi sin querer me he visto acudiendo una y otra vez a The Last Meal Project, un proyecto on-line del fotógrafo Jonathon Kambouris que, si todo sale bien, se convertirá en un libro sobre el último deseo de los condenados a muerte en los States. De momento, la web que lo anticipa apunta que el libro trata y retrata ese último deseo gastronómico que nada tiene que ver con esencias deconstruidas, pues no contempla en ningún caso la suntuosidad. Aunque aclaran que, como viene siendo costumbre para los condenados, esto es así por decisión de Gendarmería o como sea que se llame el colectivo que lleva el tema cárceles en EEUU. El menú no puede sobrepasar los cuarenta dólares, dicen. Sin embargo, hay quien pide sólo un buen café o un jugo de naranjas recién exprimidas. Apuntan también que alguien no ha pedido nada, negando así la tradición que le precede. Inclusive se dice que hay quien ha pedido por la paz mundial. Lo cual, como bien saben las misses, es muy propio de un espíritu a dieta o muy dado a lo bajo en calorías.

El proyecto tiene un trasunto crítico que creo entender, pero que soy incapaz de hacer mío. No comprendo exactamente a qué se refiere el proyecto, y quizás por eso insisto en visitarlo. Se me presenta como un artefacto visual que incide en el prosaísmo difuso e inabarcable de quien sabe exactamente cuándo se enfrentará a la muerte. Se trata de personas que saben que todo en ellos se dará por terminado en pos del bien común, pues su existencia ya no corresponde más que a una moraleja de largo alcance. La mayor certeza del condenado, supongo, estriba en saber que su muerte es de carácter instrumental; como todo castigo ejemplar.
No se trata de, como quien dice, “los que van a morir te saludan“; se trata, más bien, de “los que deben morir te saludan“. Y lo harán después de comer, de elegir su última comida. El único ejercicio de autonomía que le ha permitido su condición criminal. El último gesto civilizado de quien ha sido condenado, y seguramente vapuleado y maltratado, por los detentores de la civilización cuyos códigos ha transgredido.

Toda caricatura representa, en alguno de sus exagerados rasgos, a la más rotunda realidad; aunque refiera algo que fácilmente puede pasar desapercibido. En eso pienso cuando veo que alguien pide una hamburguesa, unas alitas de pollo, una cocacola o dos, unas papas o patatas fritas. Pienso que sólo un norteamericano podría pedir algo así. Sin embargo, puede que esa sea su única idea de civilización. También pienso en eso. Para bien o para mal, además de un gusto determinado para el audiovisual, los norteamericanos nos han legado esa dieta como opción gastronómica barata. Popular, diría alguien que piensa el pueblo como esa parte de la población que no tiene, le falta o no le sobra dinero. En fin. De todas maneras, esos son los menos. Los más son los que deciden que esa última comida sea de una casta frugalidad. Un vaso de agua y una tortilla de maíz, por ejemplo. Una ensalada. Frutas en cantidades de un dígito. Avena con leche o viceversa.

También hay quien se da un último capricho, ante la constancia de que esa última decisión es, sí, la última. Bolas de helado o helado de crema entre galletas, un puñado de caramelos. Golosinas que premiaban la buena conducta de una infancia, que para un determinista habrá sido terrible por sus santos cojones (los del determinista, no los del condenado), y que ahora no premian nada, salvo la espera sosegada y, supongo, la capacidad de acatar que no hay más tutía. Hay algunos, a los que supongo de mucha fe, que celebran una última eucaristía, lo cual resulta redundante con el título y la naturaleza del proyecto. Estos son todavía menos, pero creo que son los que mejor han jugado su última carta. Al menos, desde un punto de vista simbólico han logrado hacer que un gesto prosaico contenga un arrebato lírico. De hecho, a ratos pienso que bastaría con este simbólico menú para agotar las preguntas que pretende generar Kambouris, pues en su mímesis religiosa se esconden indicios que hacen pensar que no existe nada parecido a la inocencia, ni en el proyecto ni en, por supuesto, celebrar una eucaristía.

Me detengo en la inocencia de quien ha decidido que su último placer sea una oliva o aceituna, tanto más placentera al estar entera o casi al natural. Pienso, por ejemplo, en el placer que provocaría limpiar de carne esa única semilla, hueso o carozo por última vez. No puedo evitar pensar que a este le corrigieron, que le obligaron a pedirla hueca. No vaya a ser cosa de que se ahogue y prive al mundo mundial de una muerte digna, ejemplarizante.

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