El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

La opinión del inspector Arriaga

Perico Baranda Cartas Crueles— 22-04-2013

Pamplona, 21 de noviembre de 2003

A la atención de Ramón Palomares, de la Agencia de Detectives Ramón

Enigmático señor Palomares:

Le aseguro que el primer sorprendido fui yo al verle aparecer en el lugar del siniestro. Ya sé que su condición de jubilado le permite estar en cualquier parte y a cualquier hora, y que sus aficiones de sabueso le llevan a investigar todos los hechos que se producen en nuestra ciudad, incluso a horas intempestivas. Pero ya me explicará usted cómo consiguió llegar antes que la policía a la calle Bordadoras, cuando yo, que soy el inspector encargado del caso, no fui avisado hasta las seis de la madrugada, y tuve que salir sin desayunar y a toda prisa para llegar a donde usted ya estaba. Lo único que se me ocurre es que, en su condición de detective insomne, ya rondaba por esas calles cuando se produjo el accidente y, de ser así, va a tener que explicarme algunas cosas. Porque, vamos a ver, ¿desde cuándo y hasta qué punto conocía usted a Pilar Ochoa? ¿Qué hacía cerca de su casa cuando la pobre chica se precipitó al vacío? Creo que estamos liados en el mismo ovillo y vamos a tener que desenredarlo.

¿No le parece raro que desde hace un par de semanas me lo encuentre a usted en todas partes? ¿Realmente le interesa el ajedrez o simplemente acude al Ateneo para coincidir conmigo los sábados, cuando salgo de casa huyendo de mi familia? Y esos paseos nocturnos, el coñac y la conversación, ¿a qué responden? ¿Le intereso como amigo o sólo quiere usted curiosear en mi vida? No pretenderá convencerme de que fue casual encontrarle en la herboristería donde Pilar daba sus masajes y también en el Motel de Burlada donde nos ocultábamos. Aceptaré que pudiera ser cliente suyo —¡como tantos otros!— y que estableciera con ella algún tipo de relación comercial. Lo que no podré aceptar es que ella le dispensara un trato tan cariñoso (y concluyente) como el que yo recibía de sus manos. ¡Por favor! No quisiera ofenderle, pero usted podría haber sido su padre. En cambio, Pilar y yo éramos almas gemelas: dos jóvenes vigorosos, simétricos y profundamente infelices, buscando afecto y comprensión. ¡Usted no se imagina lo que significa ser policía, marido de una maestra y padre de dos gemelas en esta ciudad!

La mañana de autos, cuando levanté la sábana que ocultaba el cadáver de Pilar, sufrí un ataque de pánico. Me quedé sin habla, sin aire, sin fuerzas. Allí estaba la mujer de mi vida: estampada contra el pavimento, con el cuello roto, completamente desarticulada. Víctima del horror, quise ocultarme en el zaguán de su casa. Entonces apareció usted, me agarró por el brazo y nos alejamos del círculo de curiosos. Me ofreció un trago de coñac de su petaca y, en cuanto pude escucharle, me susurró unas palabras de ánimo: “Tenga valor, Arriaga. ¡Valor! Y no se angustie, que no es usted el responsable de lo sucedido. Créame que lo siento muchísimo, de todo corazón, por usted, por ella y por todos los demás”. Me dejó helado. ¿Quién le autorizaba a darme el pésame por la muerte de una persona cuya relación conmigo era poco menos que secreta? ¿Realmente lo sentía por mí? ¿Por ella? ¿Y quiénes son esos otros por los que, según usted, también habría que apesadumbrarse?

A lo largo de los últimos días he hecho algunas averiguaciones, pero nada ha cambiado en lo fundamental. Continúo sintiéndome culpable del suicidio de Pilar, porque fue un suicidio, sin duda. Hay que conocer los recovecos de la historia para comprender su final. ¿Sabía usted que a Pilar la habían despedido del trabajo, que estaba amenazada, que la culpaban de actos que no había cometido? ¿Sabía que estaba casada con un cojo vallisoletano al que no veía desde hace años, que tenía un hijo en Teruel, que sufría de ansiedad y colon irritable? Me comporté como un cobarde al no dar respuesta a sus peticiones. No se trataba únicamente de dinero. Ella hubiera querido huir conmigo más allá del Atlántico, lejos de esta ciudad y del pasado. Pero no tuve arrestos para romper con mi familia, con mi trabajo y mi mediocridad. La amaba, pero no hasta el punto de renunciar a mí mismo.

En fin, señor Palomares, nos veremos el próximo sábado en el Ateneo. Yo ya he meditado mi jugada: dadas las circunstancias, me enroco. No estoy para más, aún sabiendo que en el ajedrez quien no asume riesgos pierde la partida. ¡Que el cielo me ayude!

Jesús Arriaga,
Inspector de la Brigada Superior de Policía (y gilipollas)

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