El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

And... Soul it goes

Diego Ávila Paleta de grises— 05-12-2012

Un día, Fónico llegó con dos noticias: una, ya había recibido el disco de Century, y dos, se había enterado de que yo le gustaba a una chica.

Century fue un grupo francés con un solo disco, And… Soul it goes. Bueno, con una sola canción, “Lover why”. ¿Tienen ustedes algún recopilatorio tipo Grandes Baladas del Rock? ¿Contiene al menos cincuenta canciones? Pues busquen la cuadragésima octava, la cuadragésima novena o la quincuagésima. Y allí estará, rellenando minutos. Pero a él le servían: eran jebis y cantaban baladitas. Así que encargó el disco al Discoplay tras ver una actuación en el “Tocata”. Del “Lover why”, por supuesto.

La chica. Inma era una criaja de 15 años de sonrisa circundada por hoyuelos, ojos saltones preconizadores de algún hipotiroidismo y pelo rizado imposible de domar, cuyo gesto más rebelde fue hacerse un moldeado en sus rizos que la equiparó al aspecto que debiera gastar su abuela en días de procesión, si hubiese tenido la suerte de conocerla. Y sí, yo le gustaba. Había recopilado las fotos que de mí habían ido apareciendo en los periódicos escolares y bachilleres y recortado los articulitos y cuentos que había escrito en ellos, sabía dónde vivía, mi ascendencia familiar, mis gustos musicales… Toda una Richard Ramirez de manual, una stalker pre-internetera diplomada. Era feúcha, pero a mí me daba igual. Yo ya sabía besar (esperaba que, como montar en bici, su mecánica no se olvidase nunca) y había eyaculado en la boca de una madrileña. Ya estaba listo para FOLLAR. Ya estaba listo para TENER NOVIA. Así que me dejé querer.

Dejarme querer consistió en acompañarla cuando salía de misa los domingos, tomar café en La Espuela por las tardes y dejarme ver con ella en la discoteca Amanecer, que nunca dejó de llamarse “el discopub”. Allí nos sentábamos y charlábamos —charlaba ella— de su madre fallecida, de su hermana mayor, de mi aspecto en las fotografías fotocopiadas que ella atesoraba… Nos empalagábamos juntos. Nos hacíamos novios.

Century me acompañaba día y noche por entonces. La banda de Jean Duperron azucaraba mis oídos con esos medios tiempos pueriles de chica—abandona—a—chico—y—chico—llora—desconsolado. Títulos vomitivos como “Gone with the Winner” o el mismo “Lover why” nombraban canciones casposas que sólo se aguantan cuando el HAMOR llama a tu puerta.

Yo seguía con mi plan de consumar nuestra relación, de conocerla bíblicamente. Una noche que cambiamos el asiento por el apoyo de una columna la sujeté por la cintura y la besaba en el cuello mientras ella hablaba y hablaba y hablaba y hablaba. Llevaba una falda corta, y hacia allí encaminé mi mano libre. Subí por los muslos y cuando ya rozaba la braga de algodón me soltó un bofetón que me dejó atontado. Me gritaba, pero yo no entendía nada ni veía más allá de las risas de los que nos rodeaban.

De entre aquellas risas surgió un caballero andante, al que era la primera vez que veía separado de su tractor, que suponía aparcado en la puerta, y se interpuso entre nosotros. Cuando ella le contó que había intentado mancillarla se volvió hacia mí y me soltó otra hostia con la lengua doblada entre los dientes, una hostia que llevaba concentrada toda la mala leche y la justicia del agro. Finalmente, Fónico me sacó de allí sangrando por el labio y con el cerebro aún a medio montar. Me llevó a El Lagar y allí despotricamos contra el eterno femenino. Caballero y princesa se conocieron, intimaron y ya van por el cuarto hijo, creo.

Pero una vocecita me asalta aún en las noches más oscuras y me susurra, burlona: “Why lover why…. Why do flowers die?”: el karma del Metal.

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