Paleta de grises

El Butano Popular

Eddie del gran poder

Guti, con quince años, se fue una semana a Londres con sus padres.

Ignoro cómo (es una elipsis, lo contó decenas de veces), pero volvió con un muñequito de Eddie, protagonista de los discos de Iron Maiden. Representaba la portada del álbum Killers, pero con la estética de The Number of the Beast, estilizado, más como cartoon que como ghoul.

Estaba muy bien hecho, la verdad.

Guti nos contaba cómo había ido a aquella mastodóntica tienda de discos, con un apartado enorme sólo para figuritas del rock and roll. Tuvo que insistirle mucho a sus padres para que se lo comprasen. Él quería el Eddie de The Number…, pero como bajo sus dedos de titiritero llevaba a un demonio sonriente pendiente de unos hilos su madre dijo que ni hablar. Que hasta ahí podía llegar la broma.

Se trajo unas cuantas cintas (¿he dicho ya que de toda la manada sólo dos tenían tocadiscos?) y aquel muñeco siliconado como un tesoro.

No nos extrañaba a ninguno. Aquel muñeco era lo más.

Duque se lo pidió prestado para tenerlo en su casa un par de días. Guti no pudo negarse: Duque había sido su mentor y padrino en la manada. Era una deuda de sangre.

Pronto todos quisimos tener a Eddie en nuestras casas. No era para menos: yo mismo me lo imaginaba en el taquillón donde guardaba las cintas, dándome los buenos días y deseándome un buen r’n‘r cada vez que abriese el mueblecillo.

Guti, que a estas alturas de la vida tiene que ser millonario o estar arruinado, pronto supo cómo sacar provecho de la situación: nos alquilaba el muñecote, con cajita y peana, por veinte pavos al día. Eso sí, el que rompía pagaba y no volvía a hablarle en la vida. Todos corrimos el riesgo.

De la Rosa le soltó setecientas púas allí mismo para tenerlo una semana completa en su casa. Y es que siempre, incluso en el rock duro, ha habido clases. Luego Duque apoquinó quinientas pelas. Pepe, trescientas. yo, que veía cómo el muñeco se iba alejando en el calendario, le prometí doscientas: Eddie vendría a mi casa en quince días.

Finalmente llegó mi turno. Pepe llegó a casa con una bolsa con un rótulo que supuse
en inglés y me soltó un escueto “Está perfecto. Cuando acabes se lo llevas a Eladio“.

Yo todavía intentaba convencer a mi madre para que me diese las doscientas pesetas que le había prometido a Guti. Pero la mujer me daba largas. Todavía discutíamos cuando tuve que recoger mi altar para pasárselo al siguiente acólito. Mi madre levantó la voz para decirme que no tenía suelto, que las monedas que le quedaban era para el San Pancracio que, en una urna, se iban pasando las devotas del santo, para rezarle la novena en la intimidad de sus hogares y para pedirle el dinero que la fe garantizaba por escrito, supongo.

—Se lo debo a Guti, mamá.

—¿Cómo que debes dinero? Que sea la última vez que me entero de algo así.
Como vi que no podía sacar nada pensé en la medida desesperada: pedirle el dinero a mi abuela. Que, además, me pillaba cerca de la casa de Eladio, el siguiente afortunado.

—Voy a llevarle esta bolsa a Eladio.

—¿El de Prieto?

—Sí, ése.

—Pues toma —dijo, enhebrando mis doscientas pesetas en el ojo de la urna del santo— llévale el San Pancracio a Angustias, la de Panete. Te coge de camino.

Y allí me fui, debiendo la pasta todavía. Cargando con Eddie en una mano y en la otra con un pesado santo, en cuya caja sonaba el tintineo sordo de las monedas chocando contra la madera. Despotriqué contra aquel pueblo, contra aquellos atavismos que nos ataban al siglo XIX: una figurita que había que alimentar con dinero contante y sonante para mantener la fe prisionera de una religión artificial y artificiosa.

Mi abuela me dio quinientas pesetas. Me aseguré a Eddie otros tres días.

Diego Ávila

El Butano Popular © 2012

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