Paleta de grises

El Butano Popular

Un vampiro con duende

En mi primer libro incluí una dirección de correo electrónico para que los lectores interesados (o cabreados) contactaran conmigo. Imaginé hordas de frikis alabando o denostando el libro, o miles de anónimos, herencia de la época en la que escribía cartas a la revista Heavy Rock. Pero no, fueron básicamente estudiantes de psicología y criminología buscando asesoramiento y bibliografía.

También leí dos mails “raritos”: una anciana que sobrevivió a un marido maltratador que le dejó la filia de leer cuanto cayese en sus manos sobre maltratadores o asesinos_ “para ver si había gente más hija de puta que mi difunto marido“. Y el de M.

Lo llamo M. porque no recuerdo su nombre. También por la película de Fritz Lang, obviamente. Era hijo de una afamadísima bailaora flamenca, cuyo nombre también he olvidado. Y es una pena, porque las veces que conté esta anécdota observé la cara de incredulidad que ponían mis oyentes al reconocer a la artista. Imaginemos que era hijo, o sobrino de, no sé, José Mercé.

Me escribió un mail bastante neutro y laudatorio. Quería verme para pedirme unas pautas sobre un libro que quería escribir. Sobre vampiros. Accedí y nos encontramos en un céntrico pub irlandés. Y hablamos. Que le había gustado mucho el libro. Que quería escribir uno sobre vampiros en la historia mundial. El enfoque me chocó: ¿una historia real de vampiros reales?

Como en un buen relato de Poe, dosificó la información. Poco más habló de su proyecto. Se interesó más por la gestación del mío: investigación, método, bibliografía… Yo, ayudado por la cerveza, le fui contando mi experiencia. Cuando finalmente nos separamos, quedamos en vernos más veces.

Volvimos a quedar, posiblemente en el mismo sitio. Volvió a hablar de su proyecto. Y ya sí que le pregunté sin tapujos por la naturaleza de aquel libro.

Me contó que los vampiros existían. No los no-muertos. Gente que bebía sangre de otras personas, en una suerte de relación sadomasoquista. Me confesó que él mismo era uno de ellos. Que existía ese movimiento desde hacía mucho tiempo y que a él pertenecía mucha gente. Que hacían fiestas de sangre, reuniones en las que bebían unos de otros, en una especie de hermanamiento carmesí. Me relató casos de hermanos que acabaron tan colgados de su necesidad que casi se hicieron yonquis de yugular ajena. Me contó, orgulloso, que pertenecía a un clan (aquí me perdí, y no logré saber si generalizaba o, tal vez, se reunían en grupos casi familiares, con auténticos y literales lazos de sangre). Esta era la temática de su libro, sacar a la luz a los verdaderos vampiros del armario, ya que no del ataúd.

Bebimos bastante, y de vuelta a casa, narcotizado por el alcohol, tuve una visión que me ha acompañado desde entonces: su madre, bailando sobre un escenario repleto de bebés, machacándolos con su arte, mientras abajo, impaciente, el hijo y su clan esperaban, sedientos de su droga, peleándose por un reguero, unas gotas del rojo líquido…

Desde entonces, miro con curiosidad cualquier novedad editorial sobre el tema vampírico. Por si acaso. Por demostrarme que no lo soñé, que M. existía, existe, y que quizás esté cerca de casa, saboreando los hematocritos de la hija del vecino.
También desde entonces, una pregunta me persigue, curiosa: ¿sabrá la madre a qué dedica su hijo el tiempo libre, mientras ella inunda de arte español y racial el resto del orbe?

Diego Ávila

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