Paleta de grises

El Butano Popular

Toca madera

Aquel año, 1985, Panzer sacó un disco cojonudo.

Aquel año, 1985, Guti, Pepe y yo nos fuimos al Rocío.

Entiéndasenos: nosotros preferíamos a Santa Joan Jett. Pero cuando no tienes otros referentes lúdicos sacas una fiesta de la menstruación de la Virgen, llegado el caso. Para nosotros, el Rocío era alcohol y desenfreno.

Mi padre me hizo el ofrecimiento. Con su hablar ofidio, me prometió llevarme ese año a la aldea. Él tenía que vender helados para mantener a la prole. Yo tenía por delante un fin de semana de desfase. Iríamos en una furgoneta, y en ella dormiríamos.

Cuando lo conté en la manada algunos quisieron sumarse. Al final de la
conversación dos insistían: Guti y Pepe. Yo prometí consultárselo a mi padre.

Contrariamente a lo esperado, pareció pletórico cuando le pedí permiso. Aceptó él y aceptaron sus padres: el trío Calavera iba a quemar El Rocío.

Panzer parecía haber dejado atrás su mal fario con aquel disco redondo y casi perfecto. Ellos mismos apelaban a su leyenda de grupo gafe con ese himno que daba título al disco. Una producción más cuidada a cargo del Mariscal Romero. Pina tenía control absoluto sobre su voz, así como el resto de los intérpretes sobre sus instrumentos. Las guitarras atronaban como baterías y la batería era afilada como un riff de guitarra. No pasaba de oírlo una y otra vez. Tanto que cuando elegí música para llevar a la excursión sólo cogí aquella cinta, con la ya legendaria Ángeles Rodríguez Hidalgo en la portada, aquella abuela roquera que tuvo cierta relevancia mediática en los 80. Tanta, que se le erigió un busto en Vallecas.

Y allí nos fuimos los cuatro, en una furgoneta frigorífica, expectantes de juerga, con dinero —poco— en los bolsillos, esa sensación que el futuro revelaría como anhelo de droga y escuchando a… Paco Toronjo, que mi padre dijo que conducía él y que mientras condujese él allí se escuchaba flamenco. Tendríamos que esperar para desgañitarnos a gusto, hermanados en el metal.

Llegamos a aquel lodazal (ese año llovía que daba gusto) atestado de fieles borrachos. No hacía excesivo frío, pero por aquel entonces los helados sólo se tomaban en verano, bajo un sol abrasador. El ceño de mi padre se frunció.

Mientras buscaba un sitio para aparcar y vender el género nosotros campamos libremente, con nuestras camisetas negras y chupas de cuero, nuestros vaqueros y zapatillas embarradas, intentando mimetizarnos entre trajes de faralaes, sombreros de ala ancha y sevillanas.

Conseguimos beber gratis a cambio de tocar las palmas en un par de ocasiones. Cuando nos cansamos, volvimos a buscar nuestro campamento base, para decidir el albur de nuestros movimientos en aquella fiesta desenfrenada.

Mi padre nos estaba esperando.

Literalmente.

Según llegamos, nos dio una bolsa frigorífica y una hojita donde había apuntado los precios de los helados. Luego nos mandó en tres direcciones aleatorias y nos dijo que fuésemos anunciando la mercancía.

El muy hijo de puta nos había llevado para ponernos a currar para él.
La vergüenza me sumió en un shock del que tardaría meses en salir. Guti y Pepe, tan sorprendidos como yo, sólo supieron obedecer. Así pasamos aquel Rocío: vendiendo helados, durmiendo incómodos en la furgoneta, y bebiendo de vez en cuando, cuando acababa nuestra jornada. Menos mal que los ratos en los que descansábamos escuchábamos a… Paco Toronjo, que mi padre decía que el adulto era él y que allí se escuchaba lo que a él le salía de los cojones.

Diego Ávila

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