El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Las típulas

Pilar Pedraza Mystic Topaz— 22-10-2014

—Era un insecto enorme con aspecto de mosquito. Se detuvo en el aire frente a mí, mirándome fijamente con sus ojos como pepitas de sandía, aleteando un poco y con las patas inmensas colgando inertes. Yo había levantado la vista de la pantalla del ordenador para descansar un momento y ahí estaba, quieto, tembloroso, flotando en el aire. ¿Qué crees que sería? ¿Una libélula? ¿Un caballito del diablo? Infernal, sí era.

—Mujer, una libélula dentro de tu estudio, yo creo que no, porque no tienes una ventana que dé a un jardín, y no digamos a un estanque. Si parecía un mosquito y era tan grande y tan feo, quizá se tratara de una típula —aventuró Delirio, que estaba sacando brillo con un paño a un precioso cuenco thadopati, confeccionado con los siete metales sagrados. Era tal su calidad, que se ponía a sonar solo con un leve toque de las uñas o del trapo. Su banqueta de cuero y lana de color rojo y turquesa, era tan bonita que me incitaba a tocarla, lo que irritaba a mi jefa.

—Estate quieta, ¿quieres? Acabarás estropeándola.

Delirio sabía de entomología imaginaria y de bichos en general, porque una vez sufrió una fobia a las cucarachas y la sometieron a un tratamiento salvaje, que —según contaba— parecía más un delirium tremens inducido que una terapia psicológica.

Me hizo sentarme a su lado junto al ordenador y buscamos en Google. Las imágenes de las típulas eran tan potentes que parecían salirse de la pantalla. Delirio rió satisfecha.

—¿Lo ves? Esto es una típula. Si vuelve a visitarte, no te preocupes. Son totalmente inofensivas. No pican ni producen urticaria, no hacen nada. Se limitan a vivir unos días y luego se mueren, y punto. Dan miedo porque son muy grandes, pero de hecho son animales más bien tontorrones.

—Pondrán huevos, ¿no? —muy preocupada por una posible invasión de mi despacho y mi casa por aquellos espectros.

—Pues claro, se reproducen por huevos, y luego son larvas, aquí están, míralas en esta foto, parecidas a lombrices de tierra, el terror de los “chaleteros” (¿chale…qué? -pensé) porque se comen el césped de los jardincillos de los chalets con tremenda voracidad. De ellas salen esos fantasmones, que no duran ni una semana y ni siquiera se alimentan. Aquí dice que algunos machos no se aparean. Viven del aire, no hacen nada y mueren. Son la viva estampa de la nulidad. Así que, si lo vuelves a ver, no te asustes y no lo mates. Hazte amiga suya. Bastante tiene la pobre típula con su vida tan corta, tan sosa y tan necia. Mi maestra decía que en la creación había distracciones de la diosa, bostezos. Este es uno de ellos.

Ahora ya sabía qué bicho era aquél. Lo que ignoraba es de dónde había salido. Mi despacho tiene aire acondicionado y sus ventanas de doble cristal siempre están cerradas para protegerme del ruido de los coches que circulan sin cesar por la via Laterale. Además, no dan precisamente a una charca o a un lago, que es de donde al parecer vienen estos insectos, amantes del agua estancada, sino a una calle del ensanche de los años de la burbuja inmobiliaria, sin árboles ni jardines, puro cemento y asfalto.

Pronto me olvidé del tema porque tenía otras preocupaciones, entre ellas averiguar por qué se retrasaban tanto los billetes de avión para Praga que debían enviar los organizadores de la convención esotérica de Karlo Vivari, que se iba a celebrar dentro de quince días en el Apartmány Villa Liberty, para el viaje de Delirio.

Por fin, acababan de enviármelos por e-mail. Los estaba imprimiendo en el estudio de mi casa, tan contenta que no pude esperar a hallarme en la tienda, cuando algo me hipnotizo. La típula flotaba delante de mi cara dando pequeños bandazos como si estuviera borracha, mirándome con unos ojos negros protuberantes e hipnóticos.

—¿De dónde sales, maldito bicho hijo de puta? —dije entre dientes, que es mi forma de gritar. Y lo maté o al menos lo hice desaparecer pulverizando sobre él lo único que tenía a mano: un frasco de perfume Poison de Dior que estaba siempre sobre mi mesa, y no precisamente para estas contingencias.

Al día siguiente, aquello resucitó o revino como las amadas de Poe, o es que Christian Dior no es bueno como fabricante de pesticidas. O se trataba –no, por dios: la invasión- de otro ejemplar. Aquella típula tuvo que vérselas con mi gata Mlle. Voisine, que es casi tan tontorrona como ellas, pero defiende su territorio de toda incursión aunque sea volátil —bien es verdad que por lo general con nulos resultados—. La Voisine saltó tres o cuatro veces contra algo que estaba por encima de ella, dando sus peculiares grititos, y pareció capturar lo que fuera, porque se quedó tranquila y volvió a dormirse en el sofá. Pero no, la típula estaba ahora a mi izquierda, mirando fijamente el texto de la compañía aérea en la pantalla del ordenador. Esta vez la maté de una palmada. ¡Dios, qué asco!

Acodada en el escritorio con la cara entre las manos, me preguntaba una vez más de donde saldrían los bichos, cuando me fijé en la pequeña maceta de “la plantita”. ¿Qué hacía allí? A mí no me gustan las plantas, y menos los tiestos de interior.

Pero sí me gustan los masajes, y una vez por semana me dejo amasar por un robusto y simpático oriental en nuestra tienda, Mystic Topaz, donde proporcionamos terapias complementarias. Economía sumergida, supongo. Lunes, miércoles y viernes, previa cita, Melanyu te deja el cuerpo como dios. Me encanta confiar el mío a unas manos exóticas tan hábiles, y al mismo tiempo tan duras y tan blandas, procurando no dejarme atrapar por filosofías ni construcciones teóricas demasiado diferentes de mis propios prejuicios, a los que, al menos, estoy habituada. Pero nunca se está con la guardia en alto todo el rato, y yo una vez la bajé y Melanyu aprovechó para aconsejarme que, para contribuir a mi relajación, pues me notaba muy tensa, comprara una planta, la cuidara y la viera crecer a tenor de mi propio crecimiento interno, o no sé qué rollos. Le dije que no me gustaban las plantas sino los gatos, concretamente mi Mlle. Voisine, y que la contemplaba bastante y aprendía de ella, pero no me hizo caso. Melanyu no se deja influir por mis resistencias de occidental caprichosa y tiene las cosas claras. Una planta, gatos también, o panteras, pero mejor plantas. Qué tipo, panteras…

El caso es que se presentó en Mystic Topaz, Francesco Gaetani, amigo de Delirio, que ese día no estaba en la tienda. Gaetani iba cargado con un tiesto de albahaca que acababa de traer del chalet de una amiga. Se lo había dado ella en memoria de un cuento de Boccaccio, Isabella, que habían leído juntos aquel fin de semana, entre otras actividades lúdico recreativas, incluso tántricas —supongo—, pero él no tenía donde ponerlo o simplemente no quería estar pendiente de la jodida planta y no se le ocurrió cosa mejor que regalárnosla. “Dice Paola que no hay que regarla mucho”, advirtió.

Cuando la vio Delirio, abominó de ella. No era compatible, al parecer, con el Feng sui de la tienda. Su delicioso perfume cítrico y su origen literario fueron mi perdición, aunque el tiesto no era tan grande como para contener la cabeza del amante de Isabella, cercenada por sus hermanos. Aquel día yo había llevado el coche porque debía hacer otros recados, y cargué con ella. Me la llevé a casa pensando muy divertida en el triunfo de Melayu sobre mí misma. Una planta, y no se hable más. La cuidé. La puse en un macetero antiguo en el corredor, bajo una ventana, y la regué tanto y tan torpemente que hasta empapé a la pobre Mlle. Voisine.

Una semana después, a la hora en que las típulas comenzaban su insidiosa epifanía, mi vista cayó a través de la puerta que unía mi estudio con el pasillo, que estaba abierta, sobre aquella maceta hermosa, insignificante y de aspecto inofensivo como los propios insectos, con su verde cúpula redondeada, y lo vi todo claro.

—Ya sé de donde salían las típulas, Delirio —dije en cuanto le eché la vista encima—. De la jodida albahaca, regalo de tu amigo Francesco. Si no llega a ser por Boccaccio, y porque al fin y al cabo me la recomendó el masajista, a buena hora la acepto.

—Al menos te habrá relajado. Estos tipos conocen recetas increíbles. Hay que hacerles caso, por si las moscas (o las típulas)-. Y se echó a reír, la zorrilla, con esa risa un poco maligna que incitaba a ahogarla y a tirarle de los rizados cabellos de tzigana.

Pero todos tenían razón. Efectivamente, aquella fue una buena terapia. Conmigo misma ocurría como con la puta planta: en aquella época me regaba a mí misma demasiado, me estaba encharcando. Las típulas habían venido a advertírmelo. Llegaron justo a tiempo, diría yo. Desde que me deshice de la maceta, me fortalecí y mi desasosiego se fue al contenedor con la tierra empapada, las fragantes hojas y los insectos.

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