El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Morning Star

Pilar Pedraza Mystic Topaz— 08-10-2014

Estuve de baja una semana por bronquitis. Durante varios días permanecí en cama sudando, completamente desmadejada por los antibióticos, alimentándome de caldos y sin mucha higiene. Semejante régimen hizo que al quinto me levantara casi curada. Lo primero que hice fue darme un baño largo y perfumado y una ducha fresca, que me dejaron otra vez lista para la vida y con energías renovadas. El médico dijo:

—Sal y haz tu vida corriente, sin abusar. Descansa un poco más, y en un par de días puedes volver al trabajo. No ha sido nada. Has tenido episodios peores.

En efecto, he tenido gripes y catarros de un mes, que me han hecho polvo. No sabía yo que habían sido episodios.

Al volver de la consulta, mi imagen en la luna de un escaparate me espantó. Físicamente no estaba mal, si acaso un poco más delgada y ojerosa, pero mi melena roja, tan bonita y bien cuidada últimamente, parecía un lánguido estropajo. La cama y el sudor de aquellos días habían podido con meses de buenos cuidados, lo que llevaba trabajando en Mystic Topaz, recibiendo mis euritos, y sobre todo las propinas de Delirio Presencia, generosa hasta la locura, que me permitían ir a la pelu de vez en cuando. Porque mi melena era para cuidarla en la peluquería. Larga, densa, rizada tirando a enredosa, Delirio era su mecenas. Cada vez que me veía entrar en la tienda con el pelo arreglado, me recibía como a una hija que hubiera salido bien de una intervención quirúrgica.

El caso es que me vi tan mal, que antes de subir a casa entré en la peluquería de mi barrio. Cuando Terry, que me atendía habitualmente, me preguntó qué iba a ser, le dije:

—Corte radical.

—¿Corte radical? Pero nena, lo llevas fatal, pero podemos arreglarlo con unas mascarillas, un baño de color y la plancha.

—Que no, Terry, que no. Quiero cortármelo, zas, cortito. Estoy harta de estas greñas, parezco una drogadicta.

—Pero eso es por la gripe. Ya verás cómo te pones en un par de días, en cuanto trabajes.

Para Terry el trabajo lo era todo en la vida, como para la mayoría de las personas gays que conozco. Son tan limpias y trabajadoras que me acomplejan. Como Delirio.

Acabó resignándose e introduciéndose en aquella selva roja, tras haberla lavado y suavizado con sus elixires de última generación: aceite de argán de la cooperativa de las mujeres argelinas, y kárite y yoyoba. Antes del primer tijeretazo volvió a preguntar, y yo a negar con la cabeza. “Adelante, tío, corta sin miedo”. Me recogió la melena a la altura de la nuca con una goma y, tras peinarla cuidadosamente, cortó de forma que se quedó con la cola de caballo en la mano. Me la enseñó por el espejo.

—Esto te lo llevas, darling. No está muy estropeado y se puede vender. Tiene un color precioso para un postizo.

Le dije que se lo quedara. Yo no quería aquella porquería, ni si quiera sabía que pudiera sacarse dinero de ella. Ya no estábamos en la época de Mujercitas de Louisa May Alcott. Se la regalé para la peluquería y Terry me lo agradeció con sus maneras discretas y encantadoras. Terry era inglés, un caballero inglés, que se fue del mundo de los vivos antes de tiempo, vaya desperdicio. Luego, dando la forma a la nueva melenita, fueron cayendo al suelo recortes de pelo ensortijado y fragmentos más pequeños, que una de las chicas recogió con un una pala y una escoba. ¡Adiós, mi opulenta cabellera de mujer fatal! Si fuera Sansón, perdería toda mi fuerza; por suerte soy Dalila.

Cuando entré por la puerta de Mystic Topaz, Delirio estaba acodada en el mostrador, hojeando unos catálogos. Levantó la cabeza y contestó a mi saludo con un vago y cantarín “Buenos días”. ¡No me había reconocido!

—Que hola, que ya estoy aquí, que mi baja ha expirado, que ya me encuentro bien… ¡Eh, Deli, ¿Estás en lo que estás, mari?!

—Joder, ¿qué te has hecho en el pelo? Tú estás loca. Esto no te lo voy a perdonar nunca.

Pero a los cinco minutos, ni se acordaba. Aunque era muy lista, tenía memoria de pez, si eso es posible. Toda la mañana estuvimos aguardando un pedido que venía de Morning Star, proveedor yanki de bisutería victoriana. Al final llegó la moto. Había una caja grande y otra pequeña y plana, muy bien embaladas y bastante livianas. En la grande ponía Morning Star, y en la pequeña Lucifer Star. Delirio dio una propina sustanciosa al mensajero, en este caso mensajera, bella amazona con casco negro y pelo largo y rubio, que se desparramó cuando se lo quitó para rellenar el papeleo con mi jefa. Delirio se metió en la trastienda con las cajas. Yo me quedé atendiendo a los clientes, que fueron varios, más de lo habitual para una mañana de martes.

Estaba apreciando embelesada mi nuevo look en un espejo tibetano, y diciéndome que Terry se había superado como siempre, cuando Delirio salió y me enseñó un par de pendientes muy bonitos, de cristal “aurora boreal” pretendidamente años 20, más falsos que el beso de Judas, y una gargantilla de encaje negro con colgante en forma de gota de topacio místico radiante, no muy victoriano que digamos, pero que podía venderse a alguna gótica caprichosa. Estuvimos comentando dónde ponerlos y contando cuántas piezas eran en total. Ese era el tipo de trabajo que más me gustaba: lo más parecido a no hacer nada, pero al mismo tiempo entretenido. Tuvimos de acomodarlos en el escaparate que daba al callejón de la Torre degli Arabeschi, que aunque recoleto, no dejaba de ser frecuentado por los curiosos. Ahí, en la húmeda penumbra, el lote quedaba incluso un poco espectral. Luego, Delirio abrió sobre el mostrador la caja pequeña con sus enormes tijeras alemanas.

—Esto no sé lo que es —dijo-. Me parece que se han equivocado y tendremos que hacer una jodida devolución, con lo que me gusta el papeleo, pero me muero de ganas de verlo. Lucifer Star. Parece de la misma marca Morning Star.

—De hecho es lo mismo —dije yo, la intelectual del grupo—. La estrella Lucifer es la estrella de la Mañana, Morning Star. No me mires así, no soy una poligonera, soy doctora en filosofía.

—Ya, pero no dejas de sorprenderme.

Un grueso cartón blando, encima del cual había un sobre, cubría el contenido. Delirio, viendo que estaba a su nombre, lo abrió. Yo estaba a su lado, leyendo sobre su hombro. El mensaje, en inglés, decía así: “Señora, hemos recibido un lote de productos de auténtica joyería fúnebre victoriana, que seguramente le interesará. Si decide quedárselo, póngase en contacto con nosotros; de lo contrario, puede devolverlo a Morning Star. El precio es a convenir, pero siempre será superior a la bisutería corriente, ya que, en este caso, está confeccionado con material noble y es genuinamente antiguo, por lo que tanto usted como nuestra empresa puede obtener un honesto beneficio. …” El subrayado iba en rojo.

Aquellos estuches contenían exquisitas joyas cuyos engarces en plata sostenían, bajo láminas de cristal, adornos como de seda tejida rojiza, todas ellas del mismo tipo y color. Era como si hubieran enmarcado pequeños pedazos de una misma tela preciosa. Había varios medallones de distintas formas y tamaños, y grandes sortijas de chatón plano. Algunas piezas estaban bañadas en oro que había oscurecido con el tiempo, adquiriendo matices verdosos y cobrizos. Tenían aura y parecían auténticas.

—¿Ves lo que hay dentro de cada pieza? —dijo Delirio—. Es cabello trenzado con lupa. Estas joyas las usaban las señoras durante el luto para llevar encima un recuerdo del ser querido. Solían cortarse unos mechones al moribundo antes de que falleciera, o si no antes de enterrarle. Había tejedoras de cabello muy expertas. Esta debió de ser una de ellas.

Aquel pelo tejido de los demonios era idéntico al mío, al que yo había visto barrer en la peluquería, pardiez.

—¿Y qué hay aquí? —continuó trasteando Delirio con la caja Lucifer.

En su fondo había un estuche de nácar conteniendo una pulsera toda ella de pelo —seguía siendo pelo rojizo como el mío—, formando un finísimo pero resistente tejido, como una redecilla de tul, con los cabos y el cierre de oro puro.

—Si Morning Star se estira un poco y nos la deja a buen precio, por ésta nos van a dar una fortuna, Geles. Esto no es para una gótica middle class.

—¿También es cosa de muertos? —pregunté sintiendo que recaía en mi dolencia.

—No, mi vida. Es el regalo de una enamorada a su amante. No tiene nada de lúgubre. Es una prenda de amor correspondido. Muy, muy buen rollo.

Menos mal. Estaba empezando a acojonarme.

Comparte este artículo:


Más articulos de Pilar Pedraza