El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Dinero llama dinero

Xavi Daura Orinoco Flow— 14-02-2012

Parece ser que cuando su sueldo anual supera oficialmente los veinte billones de dólares (sí, creo que ahora la cifra está en veinte billones), usted recibe un paquete. Ese paquete guarda una llave, un libreto con instrucciones y coordenadas, el folleto de una compañía de alquiler de helicópteros, y una invitación a la Torre Humble.

Se trata de un edificio dorado de setenta plantas construido por encargo de Howard Hughes en 1971, en medio del desierto del Sáhara. En medio de la nada más absoluta. Un rascacielos de estilo funcionalista que Hughes diseñó para morir en él, en compañía únicamente de algunos de sus empleados, pero que con el tiempo se fue convirtiendo en un punto de reunión exclusivo para las personas más ricas del planeta. Generar más de veinte billones al año le da a usted derecho a una de las ochocientas y pico habitaciones de la Torre Humble hasta el día de su muerte (o hasta el día en el que usted deje de generar esa cantidad). Aunque el edificio nunca ha hospedado a más de cincuenta inquilinos a la vez, la entrada es estrictamente personal; usted no puede invitar a pareja, familiares o amistades, y el simple hecho de proponerlo ya puede considerarse motivo de expulsión. Excepto Christy Walton, de Wal-Mart, ya que también su cuñado y su suegro son billonarios.

El edificio cuenta con un personal de treinta empleados que, por supuesto, viven en él durante ocho años y sin vacaciones. Superado ese período, toda la plantilla se substituye por otra completamente nueva. Eso incluye cocineros, médicos, entrenadores personales, seguridad, mantenimiento, personal de limpieza y un conserje, que al terminar sus ocho años de servicio se despiden con una indemnización suficiente como para guardar silencio y no mencionar esa etapa de sus vidas nunca a nadie. Algo parecido se le aplica al personal de transporte.

El secretismo que envuelve a este edificio (no hace falta decir que a efectos legales la Torre no existe, y año tras año ha sido fácilmente borrada de programas como, por ejemplo, Google Earth) es una cuestión de pura comodidad. En realidad todos los empresarios con cierta experiencia saben de su existencia al menos en forma de rumor. Es un tema recurrente en clubs de hípica, juntas de accionistas o fiestas para la beneficencia; no es un asunto tabú, pero nadie ha confirmado jamás su existencia como algo real. Hasta que uno no llega a generar la cifra acordada (un número que siempre permanece algo borroso; nunca queda claro cuánto dinero es exactamente hasta que a uno lo llaman) y recibe la llave, la Torre Humble existe nada más que como leyenda urbana que como mucho le motiva a uno a prosperar más y más, por pura curiosidad.

La media de edad en el edificio suele ser más bien alta (algo que tambalea cada cierto tiempo, con apariciones de personajes como Bill Gates o Mark Zuckerberg), de modo que un empresario maduro y con el conocimiento suficiente como para haber llegado a generar tales números se entiende que no tendrá la necesidad de ir contándolo por ahí, y se limitará a disfrutar íntimamente de su simbólico premio. La realidad es que, cuando alguien empieza a ganar cantidades brutales de dinero, lo primero que le apetece es presumir de ello, pero superadas ciertas cifras astronómicas, lo único que uno pide es el derecho a desaparecer.

La razón de ser de la Torre no tiene nada que ver con lo oscuro ni lo vicioso, simplemente existe como lugar de aislamiento. O de encuentro casual con las únicas otras veinte o treinta personas que disfrutan de una comodidad tan extrema que jamás intentarán hacer negocios con usted, ni trepar, ni aparentar nada de nada; simplemente ser, deambular, reír. Liliane Bettencourt, de L’Oreal, lo definió muy bien una vez, bromeando, diciendo que todo el mundo ahí parecía estar “escuchando permanentemente en sus cabezas You Got It, de Roy Orbison“.

Existe nada más que para que los que han sido seleccionados como inquilinos puedan sentir que forman parte de ese grupo. Ni siquiera es un requerimiento que traten entre ellos; dos billonarios tanto pueden coincidir haciendo la colada o al lado de la máquina expendedora de Coca-Cola y no decirse nada, como pueden quedar para ir a nadar o a cenar juntos al restaurante. La Torre puede ser un sitio tanto para meditar, como también para escuchar música a todo volumen, o como para hacer exactamente la misma rutina que uno hace en su propia casa, descargándose series de televisión por internet mientras calienta palomitas en el microondas. Lo único importante es que uno está solo en el edificio, en el desierto, hasta que decide dejar de estarlo. Ha entrado solo por la puerta, y solo saldrá por ella, sin necesidad de depender ni siquiera de sus propios sirvientes. Uno disfrutará de ese silencio mecánico que proporciona el aire acondicionado hasta que desee dejar de oírlo y buscarse a alguien con quien charlar, o darse un paseo por los pasillos de moqueta escuchando música en su iPod, o simplemente quedarse pasmado en el ático, mirando el Sáhara, dejándose quemar poco a poco la piel de la cara (algo que, por cierto, Amancio Ortega se pasa casi todo el tiempo haciendo en sus visitas a Humble; de pie, mirando muy concentrado al horizonte, a veces jugando con un yoyó). El objetivo de la Torre es que uno se sienta parte de ella, sin más.

Solamente hay una excepción a toda esa calma: una vez cada mucho, mucho tiempo (la mayoría de billonarios, de hecho, mueren sin verlo jamás, teniéndose que conformar nada más que con anécdotas) algún pobre diablo se pierde por el desierto, andando sin esperanza, hasta que vislumbra este edificio en la lejanía. La única explicación lógica que se le ocurre hasta que llega a tocarlo con sus manos es que no es más que un maldito espejismo. Pero al entrar, al sentir la agradable bofetada del aire acondicionado, la moqueta en sus pies, al ver cascada artificial del vestíbulo, y especialmente al cruzar miradas conmigo, el conserje, esperándolo detrás del mostrador, la reacción habitual del que llega sucio, deshidratado, moribundo y lleno de llagas es la de desmayarse de puro placer.

Los billonarios reciben este tipo de visitas con la alegría del que recibe el verano. Por una vez se juntan todos en un solo grupo, avisando a los que no están para que vengan rápido a la Torre. Para ellos es como la fiesta mayor de Humble, y el pobre diablo es el patrón. Lo limpian, lo alimentan y lo cuidan. Lo visten con ropa cara y lo peinan. Lo tratan mejor que un rey, el desgraciado pasa a ser la cosa más importante de la Torre, los billonarios pasan a ser simples satélites entorno a él. Y cuando se siente completamente a salvo… Entonces es cuando empieza lo que llaman la Semana de Burla (aunque no por llamarse así tiene por qué durar necesariamente una semana). La Burla empieza como algo muy sutil, como la desaparición de un mechero o una hamburguesa demasiado hecha, cosas a las que el pobre tipo no les da demasiada importancia, pero gradualmente acaba convirtiéndose en la tortura más atroz que uno se pueda imaginar. Una pesadilla a todos los niveles, que hace que el invitado termine suplicando poder volver a la guerrilla de la que se hubiese escapado o la expedición con la que se hubiese perdido, preferir la agonía del desierto, cualquier cosa antes que eso. Una maldad total y perfecta, la maldad de un diamante. Una forma de dolor y angustia ultra-sofisticada. Fina. Elegante. Como un chorro de sangre en la nieve.

¿Por qué le cuento esto? Porque en otras circunstancias es lo que ahora mismo le vendría encima a usted, pero ha tenido la infinita fortuna de llegar el mismo día en el que están renovando el sistema de seguridad del edificio, y si se marcha ahora mismo por donde ha llegado, aquí no pasará nada.

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