El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

¡Suéltate, hombre!

Xavi Daura Orinoco Flow— 16-01-2012

María del Carmen, la mayor, había conseguido sacar esa espada tan chula que sus abuelos guardaban en el dormitorio. La auténtica espada que Hernán Cortés había utilizado para su invasión a Tenochtitlán, brillante y pesada. José María y José Cristobal, los pequeños, se encargaron de traer toda la fruta requerida.

En la casa, los hombres fumaban puros mientras el Generalísimo hablaba muy animado de no sé qué película que había visto esa semana. Las mujeres tomaban café en el comedor, con la inmensa mesa todavía llena de restos de postre. Mientras recogían, las criadas vigilaban a los más pequeños, que estaban en un rincón de la cocina absorbidos por un programa infantil que echaban por la tele.

Los demás niños habían salido a jugar al aire libre, al lado del lago. La novedad que María había traído ese domingo los tenía a todos muy excitados. El jugador empuñaba la espada mientras otro niño lanzaba una pieza de fruta (una manzana, una naranja, un plátano…) al aire, procurando trazar una trayectoria vertical, de manera que el jugador pudiese blandir el arma con todas sus fuerzas y cortar la fruta en el aire. Normalmente lo máximo que se conseguía era dejar el alimento a medio partir estancado en la hoja, pero de vez en cuando se llegaba al corte perfecto que sesgaba, por ejemplo, la pera en dos. Cuando eso sucedía, la celebración era histérica. Quien lo lograba se sentía como un auténtico samurái, con aires míticos. Era un espectáculo estupendo y emocionante. Francisco era a quien se le daba mejor; se quedaba paralizado y mirando furioso al sol del horizonte, con la cara salpicada de distintos colores, mientras los demás bailaban como locos a su alrededor.

En la biblioteca, el Generalísimo seguía de muy buen humor, ahora hablando de sus películas favoritas. Al contrario de lo que los que estaban ahí se imaginaban, muchas de ellas eran comedias. Al dictador le gustaba de vez en cuando desconectar de sus asuntos. Uno de los hombres que le rodeaban no sabía como sacar el tema, pero necesitaba hablar con él sobre ese asunto de Guinea Ecuatorial. Le habían pedido una respuesta clara para el lunes, y todavía no había podido hablar tranquilamente con el Generalísimo. No sabía cómo, pero debía interrumpirlo y pedirle su punto de vista y autorizaciones. Algo complicado, teniendo en cuenta, además, que era domingo.

Los primos habían traído un montón de fruta, pero en menos de una hora ya la habían destruido toda. Estaban todos ansiosos por seguir pero en la casa no quedaba más munición. Por ser el más pequeño, José María era el que menos jugaba, pero, como sucede a menudo, era el espectador más excitado, así que rebuscaba como un enfermo por entre la yerba trozos de fruta suficientemente grandes. Pero nada. Hasta que María, la nietísima, dejó caer la posibilidad de atrapar algunos patos y seguir jugando con ellos en lugar de fruta. No hubo discusión, así que todos se metieron de lleno en el agua, sin importar el frío. Mercedes llevaba todavía puesto su traje de equitación, y sus botas altas la ayudaron a pillar hasta cinco patos pequeños.

Ese cambio supuso una mejora tremenda para el juego. Los patos tenían una caída muy distinta a la de la fruta; además de moverse nerviosos, aletear y generar ruidos divertidos, al tirarlos al aire caían más lentos gracias a las alas, de manera que era muchísimo más fácil pillarlos con la espada. El primer corte a uno de ellos fue una explosión chulísima de sangre y plumas, dejando al animal completamente inútil pero claramente todavía vivo. El hecho de contar con una estructura ósea para reventar le daba al juego todo un universo nuevo de matices, texturas y sonidos. Los niños pensaban que hasta entonces se lo habían pasado bien, pero era ahora cuando empezaba la auténtica diversión. Gritaban y reían como si acabaran de desenvolver el mejor regalo de navidades de todas sus vidas. Hasta que llegaban a destrozar un pato por completo podían pasar bastantes tiradas, así que todos los jugadores tenían turnos muy largos y emocionantes. A José María parecía que le iba a explotar la cabeza de pura excitación, así que de vez en cuando le dejaban machacar alguno de los patos que quedaban en el suelo tan tullidos que ya no había por dónde agarrarlos. El sol se iba poniendo poco a poco y el aumento del frío hacía que, al abrir un pato, este sacara vapor de su interior. La espada quedaba humeante durante unos segundos. Todo era fascinante a más no poder. Nicolás consiguió decapitar por completo uno de los patos y descubrieron que, una vez en el suelo, el cuerpo sin cabeza todavía movía las patitas. Eso provocó abrazos entre todos, nunca antes habían estado tan unidos. Las niñas hacían el pino o la rueda a modo de celebración, manchadas de sangre hasta en las diademas. Jaime tenía la costumbre inconsciente de meterse en la boca el crucifijo de oro que llevaba colgado al cuello y ahora lo notaba con un sabor mucho más metálico por la sangre. Supuso que eso era lo que debía de implicar “ser un auténtico guerrero“.

El asunto de Guinea Ecuatorial estaba consumiendo por dentro a ese pobre señor, el único miembro de esa reunión que no era familiar de nadie. Había conseguido viajar a la finca del campo y comer con todos ellos solamente para poder zanjar el tema de Guinea Ecuatorial, ya que había sido una semana complicada y ese asunto le había quedado pendiente hasta entonces. Era extraño que el Generalísimo invitara a alguien externo a la familia, el pobre hombre era consciente de ello. Y era consciente también de que introducir de forma brusca el tema podría dar un giro radical a su posición en el Régimen. Hubiese sido mejor quedarse en casa y zanjarlo con una breve conferencia telefónica. El pobre diablo veía cómo el sol se iba ocultando en el horizonte, la ONU le reclamaría dosieres de más de doscientas páginas, papeleo que dependía exclusivamente de una rápida conversación con el Caudillo.

Se acabaron los patos, pero todos los primos estaban de acuerdo con que había que aprovechar ese último rato de sol antes de que sus padres se los llevaran a todos de vuelta a sus casas. Tenían que improvisar algo, algo todavía mejor que los patos. José María se escapó corriendo hacía la casa. Hacía ya mucho rato que no decía nada, solamente se limitaba a exclamar sonidos de placer. Volvió en pocos minutos con algo entre los brazos. Era Nino, el cachorrito que María se había traído a la finca. María dijo que ni hablar, pero el juego ya volvía a estar en marcha, el perro ya estaba en el aire. Ella gritó y se lanzó encima de quien llevaba la espada, que en este caso era Francisco y se disponía a cortar. Evitó el corte pero no pudo evitar que Francisco le diese un buen golpe en el cráneo al animal, que provocó que uno de sus pequeños ojos se le saliera de la cabeza.

Más allá de la histeria emocionada de los niños y de la rabia de María, otro grito hizo que todos se girasen a mirar a lo alto de la colina. Una de las criadas había seguido a José María después de verlo saliendo a toda prisa con el vestido de marinerito manchado hasta las mangas, y ahora acababa de descubrir el Infierno mismo. Los niños se quedaron petrificados durante un instante, e inmediatamente corrieron hacia la criada, que a su vez escapó despavorida hacia la casa, donde toda la cristiana paz del domingo se hizo añicos en cuestión de segundos, y donde el tema de Guinea Ecuatorial parecía que empezaba a tener cabida, y el pobre trabajador solamente pudo levantar el dedo índice y despegar los labios antes de que los gritos de niño empezaran a alarmar a todos los adultos, que abandonaron la sala ipso-facto dejando al Generalísimo con ese hombre nervioso, que ahora se había quedado completamente en blanco.

Al descubrirse el pastel las bofetadas empezaron a volar a diestro y siniestro, la escandalera de dolor y vergüenza invadió por completo la biblioteca. El dictador miró fijamente a ese pobre diablo boquiabierto y con el dedo índice apuntando hacia el techo, en la otra punta de la habitación. Se observaron unos segundos, hasta que el Generalísimo se levantó lentamente, rebufando, para salir de la sala a ver qué demonios era lo que había pasado esta vez.

Ya estaba bastante mayor, así que se lo tomó con calma. Y en el tranquilo viaje hacia la entrada, de donde salía todo ese jaleo, pasó por el rincón de los más pequeños, los que todavía necesitaban cuidado especial o ni siquiera sabían hablar, que seguían absortos con la televisión. Frenó para ver qué echaban; en ese momento actuaban Los Chiripitifláuticos. Esperó a que acabaran el chiste que estaban interpretando. Le parecían un grupo de gilipollas, pero se dijo a sí mismo “qué coño, ¡tienen bastante gracia, los cabrones!“, así que cogió un taburete y se quedó a terminar de ver el programa.

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