Despertamos a primera hora con el ánimo cincelado a lo Joe Dallesandro, la picha tiesa como si hubiera que labrar la jornada, eufóricos por precipitarnos sobre el día nuevo para hacer de él un donut existencial. Danzo las calles inciertas como un ciudadano libre de toda sospecha, esperando tal vez avistar un animal extraño, pero sólo observo un quiosquero a su labor, que es verter lejía en las cuatro esquinas.

Lo que uno mismo va a decir ya lo sabe de antemano, ya nos vamos conociendo, así que es preferible escuchar con cierta atención. En la radio, un dramaturgo asegura que escribe para sembrar en la gente la duda, para formar opiniones, que con eso le basta, miente. Falsea en humildad una petulancia, el tío, porque él sabe que se escribe para rendir al paisano, para someter al prójimo mientras dure dura la literatura, para eso se escribe, para eso lo hace todo aquel que lo hace, incluso quien no lo sabe, y por ello no vale la pena leerlos, no hace falta leer a nadie, mucho menos leer a todos, ver todas las películas ni atender todas las voces, porque el pensamiento y la capacidad completa de los hombres está contenido en cuatro de ellos, cuatro hombres resumen al hombre, tal vez uno solo, y bastará con leer varias veces a ese último que fue primero antes que cualquier otra cosa, porque cualquier otra cosa no será más que consumismo intelectual, derroche, voracidad de juventud, una pena. Este tío que habla por la radio no tiene ni puta idea.

Camino aspirando a una circunstancia ingobernable, me entreabro a las horas por delante rumiando hacer alguna cosa para la que no existan palabras, pensando en lo que sea que no se pueda nombrar. Evoé, evoé.

La vida sigue tomándonos demasiado tiempo y los lunes a esta hora siempre hace sueño.