El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Hoy: Alas rojas sobre Aragón

Sr. Ausente El corro de la patata— 07-06-2012

El título es bello, hipnótico, quedará fijado en mi memoria. “Alas rojas sobre Aragón”. Y luego venía “Desembarco antifascista en las Baleares” como remate del programa doble que mi abuelo exhibía durante la Guerra Civil. Documentales propagandísticos para fortalecer la moral de los muchachos del frente o ganarse la lealtad de la gente del campo. Mi abuelo lo explica como si fuera una gran aventura, en plena guerra, recorriendo en camioneta la Cataluña rural. Llegaba a un pueblo, plantaba la pantalla en medio de la plaza, distribuía bancos y taburetes, y venga, todos al cine a la fresca, a ver documentales rodados en el frente. Ahora pienso que eso también debía de ser una cosa pionera que se ensayó aquí, como los bombardeos de población civil. Ahí lo dejo, pero regresemos a mi abuelo, que imagino vestido como una especie de Indiana Jones recubierto del polvo levantado durante el viaje, esquivando bombas y metralla con un par de rollos de celuloide al cinto. Esa fue su Guerra Civil, y me la explica como si fuera la cosa más divertida del mundo.

Bueno. En realidad fue aún más divertida. Cuando mi abuelo habla de los pilotos rusos puedo percibir cierta emoción en su recuerdo, y eso que mi abuelo casi se me antoja una persona sin sentimientos. Un tremendo macho alfa que se ríe de todo pero no permite que nadie le haga sombra, tampoco un nieto imberbe que escucha con atención. Con el relato de sus aventuras no ejerce de pesado Abuelo Cebolleta sino que me está diciendo: “Escucha, chaval, cómo disfruta de la vida un hombre de verdad, escucha y atiende porque tú no harás nada parecido“. Me está diciendo que él vivió una guerra y yo no, y que una guerra es una juerga.

Una guerra es una juerga sobre todo si hay pilotos rusos de por medio. Cosacos de los aires que se llaman Kurnetzov o Stolyarov, tipos rudos que a nada le temen. Guerreros llegados del frío que tras el combate, al pisar tierra firme, lo primero que hacen es brindar con vodka, lanzar vasos al aire y derramar champán francés sobre mujeres desnudas. Y mi abuelo con ellos, y que no falten las putas. ¡Qué vengan las putas!

Las alas rojas sobrevuelan Aragón y bombardean la Basílica del Pilar. Luego aterrizan y se van a buscar a mi abuelo para irse de juerga. ¡Que vengan las putas! Y ahí están todos, cada uno con un par de hembras en pelotas en el regazo, riendo a carcajadas, mamando y siendo mamados. Recreo la imagen como el Salón Kitty de Tinto Brass, sólo que en vez de Helmut Berger de uniforme nazi está mi abuelo y unos rusos.

La fiesta sigue hasta que les interrumpe un chavalín.

–¡Mi teniente, Mi teniente! ¡Qué las bombas sobre El Pilar de Zaragoza no han explotado!
Y entonces Stolyarov, borracho perdido, se levanta enfurecido.

–¡Cómo que no! ¡Qué me preparen el avión que voy para allá de nuevo!

–¡Qué no tenemos bombas, mi teniente, que tardaremos un día en tenerlo preparado!

–¡Me cago en el Zar! ¡Qué me traigan granadas, piedras, lo que sea!

Así que las alas rojas sobrevuelan Aragón de nuevo, esta vez dando eses y arrojando proyectiles con la mano, por la ventanilla, granadas que explotan antes de llegar a tierra. Y luego regresan partiéndose el culo, a buscar a mi abuelo. ¡Qué vengan las putas! ¡Qué corra el champán!

Así me lo explica mi abuelo, que se recrea en las putas, en sus ligueros, en sus traseros, en su profesionalidad. Más que explicar, me lo echa en cara porque sabe que yo pertenezco a la primera generación de españoles que no se va a ir de putas como se va a comprar el pan, como la cosa más normal del mundo. Y eso me hace inferior, me hace menos hombre, y no tanto por una cuestión de sexo sino por las putas en sí, que me las voy a perder cuando lo que hay que hacer es admirarlas. Y ojo, no se me confundan: mi abuelo no es un putero ni nada parecido. Las putas están ahí por tradición y costumbre. Las putas refuerzan la amistad entre hombres. Te vas de putas con los pilotos rusos y forjas con ellos un lazo irrompible, sagrado y viril. Mi abuelo forjará muchos lazos con putas de por medio. Mi abuelo se irá de putas con Robert Mitchum, con Peter Ustinov, con Alberto Sordi, con John Wayne. No, con John Wayne no. Me dice mi abuelo que John Wayne era un tipo raro, que mamaba güisqui como un cosaco pero que no quería saber nada de putas. En el esquema de valores familiar, John Wayne estará un escalón por debajo de un piloto ruso.

Mi abuelo se lo va a pasar bien en la vida, sí señor, pero esa es otra historia.

Mi abuelo me encarga comprarle cada semana fascículos de colecciones sobre la Segunda Guerra Mundial. La de Salvat, la de Sarpe. Con el cambio yo me compro tebeos. Mi abuelo los desprecia pero a veces me pide El Víbora.

Déjame ver el tebeo ese de las putas y los travestís.

Lo mira un rato. Luego me lo devuelve y retoma sus lecturas bélicas. Disfruta mucho con las historias del ejército italiano, al que considera un hatajo de inútiles, y con el frente ruso, claro. En cierta medida, mi abuelo es prosoviético. A ver, no se confundan de nuevo. Mi abuelo, el que yo conocí, era un empresario de centro-derecha, catalanista moderado, machista y profundamente anticlerical. Desprecia a los sindicalistas porque en el negocio tiene alguno y es una fuente de problemas, y todos esos derechos laborales. ¡A dónde vamos a ir parar! Pero los rusos son otra cosa, son gente que sabe beber y disfrutar de la vida y de las putas; y porque son gente de orden. Las putas y el orden van de la mano.

La visión de la Guerra Civil que voy a mamar de pequeño va a ser un poco rara. Por un lado este abuelo, el materno, pasándolo de puta madre en el bando republicano, con sus putas y sus rusos. Por el otro, mi abuela paterna, la Sara Montiel del Baix Camp tarragonés, pasándolas putas y rezando para que los nacionales crucen el Ebro y así poder acompañarles pistola en mano por las calles del pueblo, repartiendo justicia. Ya lo explique en otro butano. Mi abuelo también me va a hablar de esos traidores trotskistas del POUM y de los infames anarquistas que van a hacer la vida imposible a los rusos, que van a sembrar la discordia y el desorden. Luego leeré a Orwell o veré películas de Ken Loach y no entenderé nada, claro.

Mi abuelo me explicó una vez que, justo al acabar la guerra, un día se fue a visitar a una puta a la que apreciaba mucho. Al llegar al burdel se lo encontró lleno de fascistas y la puta hizo como que no le conocía. Lo hizo para protegerle, porque los oficiales de Franco que allí estaban sabían que antes que ellos estuvieron los pilotos rusos. Ahora me queda la duda de si mi abuelo forjó entonces nuevas amistades.

No escuché muchos relatos de posguerra en boca de mi abuelo, esas historias de hambre y represión que alimentan la memoria histórica. Si acaso, alguna victoria en el estraperlo consiguiendo manjares imposibles, o algo sobre salvar a un familiar de pueblo de las cárceles franquistas. Es posible que se ahorrara esa parte porque carecía del glamur de otras etapas, y porque no había ni juerga, ni vodka, ni putas; es decir, nada memorable.

Pero aún así, siempre notaré que falta una pieza, que el puzle no encaja. Un día le preguntaré a mi madre.

–Oye, mama, en la historia del avi en la Guerra Civil hay algo que no entiendo. Se dedicaba a proyectar películas de propaganda republicana y se iba de juerga con los rusos, pero luego no le pasó nada y le fueron muy bien las cosas.

Mi madre me mirará en silencio un rato.

–Mira, lo que hizo tu abuelo fue lo que harías tú: sobrevivir como fuera.

Me guardaré esa lacónica respuesta porque es mi herencia. Quizá no me fui de putas con los pilotos rusos; pero sé que yo también seré un superviviente.

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