El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Pienso mal (para bien)

Borja Crespo Historias de amor (y apocalipsis)— 11-03-2015

Los niños van en bicicleta con casco especial. Llevan rodilleras. Lo veo al pasear por el parque. Sus padres les sobreprotegen con armadura. Que no sufran ningún golpe ni rasguño. No se llevan las cicatrices ni los moratones como patrimonio sentimental. Cuando crezcan, ya se hostiarán en la puerta de una discoteca. Alguien lo grabará con el móvil y lo colgará en la red. El chaval tendrá un minuto de fama en el telediario, dando una patada en la cabeza al contrario. Quizás reciba una buena paliza de un grupo de extraños. Con ese trofeo vital se quedará. De pequeño, la cabeza a buen recaudo y las coderas en posición de defensa. Nada de riesgos. Sin embargo, disfrazado de Robocop sobre su vehículo de trasporte personal con marchas molonas, luces siderales, medidores de energía estratosféricos, timbre de luxe y todo avance imaginable por el bien del consumismo deportivo superficial, el crío no encuentra a sus ancestros. Se ha perdido. Papá y mamá están a por uvas. Grita y maúlla el alma perdida en señal de peligro. El llanto de auxilio, la llamada desesperada, no llega a su destino. Las lágrimas invaden el rostro del vástago extraviado. No ha lugar para caerse del cohete a pedales de dos ruedas, intolerancia a los trompazos, no vaya a ser que se nos traumatice, pero el infante ha desaparecido de nuestro campo de visión y nos la trae al pairo. Si se cae lejos, solo y desamparado, que no pierda el conocimiento al menos. Como una mascota.

Mientras un par de entrañables ancianas atienden la súplica del niño abandonado, mi mente, que ha recibido muchos golpes, piensa mal sin ánimo de acertar. Prever el drama, mascar la tragedia, imaginar lo sórdido, retorcer la realidad, explotar el absurdo, va en mí. El mundo me ha hecho así, o lo llevaba en los genes. O todo junto, ¿qué más da? Se me pasa por la cabeza la idea de la existencia de una persona solitaria que recoge a niños perdidos en la calle o en el parque, como el antes mentado, y los lleva al cine a ver películas de dibujos animados. Luego los devuelve, como si no hubiera pasado nada, ya calmados, dando una lección a sus despistados padres. No es un pederasta, simplemente disfruta más de la proyección cinematográfica en la sala oscura con la compañía de una mirada inocente. Vive más la experiencia. Cansado de muchas cosas, feliz con su vida sin rendir cuentas a nadie, lo único que echa de menos es compartir ciertas sensaciones. Busca la comunión. Pretende volver a la infancia, recuperarla por un rato, de una forma deplorable a los ojos de la humanidad. Alejado de lo que se entiende por normalidad, la labor de rescate de almas desorientadas de temprana edad convierte al hombre descrito en un monstruo, un depravado, un Frankenstein. Le está prohibido jugar. Nada de pellizcar la mejilla de un menor con fruición si no es delante de sus progenitores. Menudo peligro.

Seguimos en el parque. Otra persona es víctima de mi manía de observar e imaginar, de pensar mal, quizás para bien. Es un sujeto bien vestido, elegante e impecable, que a mi parecer se entretiene recogiendo las cacas de perro que otros han dejado en el jardín, sobre el pavimento o en una esquina maldita. Va por la acera, con su traje impoluto, obsesionado con evitar que otros tuerzan la vista o se vean obligados a cambiar el paso para no topar con una mierda de can. Saca con mimo bolsas pequeñas de plástico de su bolsillo que utiliza para limpiar de excrementos caninos el camino de los demás. No guarda el tesoro del chucho, a veces aún caliente, en una mochila, maleta ni nada parecido. Lo tira de inmediato a la papelera más cercana. Es un individuo educado que hace lo que otros no hacen, una buena labor social, pero su comportamiento se antoja escatológico. Es inusual y excéntrico. Se sale de un esquema supuestamente civilizado. Raro de cojones.

Mis malos pensamientos han catalogado a dos personajes grotescos, desviados ante la mirada inquisitoria del resto. El primero, el secuestrador de niños perdidos, quiere redimir la infancia; mientras el segundo, el azote de la pestilencia animal, no soporta que nos coma la basura que crece a nuestro alrededor. Ambos salvan el mundo a su manera. Fantaseando, he preferido abandonar prejuicios y he transmutado la perversión en magia. La negatividad ha dado paso a la esperanza. Son pequeños héroes mal vistos. Vigilantes del mañana enfermo. Abran paso a estos seres imaginarios. Seguramente no tardando mucho seremos algo parecido.

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