El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Irizábal no sabe guardar un secreto (de confesión)

Perico Baranda Cartas Crueles— 20-01-2014

Sangüesa, 16 de marzo de 2004

Querida Mercedes:

Te seré sincero: aunque quisiera, no podría callarme, porque en este asunto de la compra-venta de cementerios y ermitas de pueblo nos jugamos mucho. Yo puedo acabar perdiendo el obispado y tú puedes dar con tus huesos en la cárcel. Así que vamos a tener que espabilar. Sobre todo tú, que eres proactiva y tienes recursos.

Ya sé que revelar secretos de confesión está penado con el castigo eterno, pero ahora mismo el infierno me importa un pito. ¡A estas alturas ya debo de estar condenado para siempre! ¿O crees que alguna vez prescribirán los pecados que hemos cometido en los tres últimos años? Llevamos mucho tiempo trasgrediendo, a conciencia y con ganas, todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y no niego que la experiencia haya sido apasionante, pero en algún momento tendremos que pagar por nuestros actos. En fin, ahí va una transgresión más, y van cien: voy a contarte lo que he averiguado en el confesionario, por boca de Evelino Sanahuja que, aparte de ser sacristán, es un cabrón. No sé a dónde iré a parar con todo esto, pero si antes de acabar la carta me parte un rayo, será la prueba definitiva de Dios y su justicia.

El domingo pasado estuve de visita pastoral en San Nicolás. Ya casi habíamos acabado la primera botella de vermú con el párroco, cuando apareció Evelino pidiendo confesión. Arrodillado a mis pies, rendido como un perro, se empeñó en recibir la absolución de manos de un obispo de carne y hueso, y ése era yo, ¡como si mi carne y mis huesos merecieran alguna devoción! A punto estuve de largarle una patada en los morros, pero Ginés, el cura, estaba presente y tuve que contenerme. Ginés me lo presentó como un hombre de fuertes convicciones morales y muy religioso. ¡Como si con eso pudiera excitar mi interés! Sonreí por compromiso y accedí a meterme en el confesionario para sordos que todavía se conserva en San Nicolás. Yo pretendía resolver el trance en unos minutos, pero Evelino tenía mucho que contar, y en cuanto tomé asiento, el muy rastrero empezó a besuquearme las manos y la sotana.

De sobra conoces a Evelino, ese tipo enfermizo que nos abre paso en la Banca Pía cuando nos reunimos con Marta Cadenas. A Evelino le apesta el aliento, como pude comprobar en cuanto empezó a cuchichear a dos palmos de mis narices. Primero me explicó todo ese rollo de la culpa y el arrepentimiento, la gravedad de sus pecados y la necesidad de que un obispo le perdonase. Luego, entre sollozos, me contó los detalles de su trabajo en la Banca Pía y su relación sumisa con la Obra. A cada exhalación se me revolvían las tripas, pero tuve que aguantar hasta el final porque descubrí que Evelino manejaba información sensible y quería conocer sus intenciones.

Nuestro hombre sospecha que algo se cuece a sus espaldas en la Banca Pía, pero se avergüenza de sospecharlo. Evelino dispone de datos sobre transferencias bancarias, registro de fincas a nombre del obispado, recalificación de terrenos y demás, pero no quiere difundirlo para evitar juicios temerarios. Desconfía de Marta Cadenas y de sus manejos en la sucursal y, sobre todo, intuye la presencia y el peso de la Obra en la toma de decisiones. Se reconoce avaricioso, pero se avergüenza de serlo. Tampoco puede evitar la rabia que le produce verse relegado a un segundo plano en la oficina, ¡y en el mundo! Es soberbio y no se le escapa que su orgullo es también fuente de pecado. Reconoce sentirse atraído por Marta Cadenas y se enciende de ira cada mañana cuando la ve llegar al trabajo, poderosa y carnal, embutida en esas ropas ajustadas que despiertan sus deseos más oscuros. Al descubrirse lujurioso se odia a sí mismo y querría poner fin a su vida, pero la idea del suicidio le horroriza. No quisiera pecar, pero se siente incitado; no quisiera ceder, pero consiente. Y entonces querría morir, viéndose incapaz de obedecer los mandatos de Dios. Evelino cree que toda esta tensión se resolvería si lograra mejorar su situación profesional: capitanear una sucursal de la Banca Pía o disponer de un despachito en el obispado. Sólo necesita enhebrar la aguja y coser las piezas ante un juez, porque impulso y ganas no le faltan.

Mientras escuchaba a Evelino, recordé aquella película de Buñuel en la que un obispo se disfraza de jardinero y trabaja en una casa burguesa plantando begonias y pensamientos y barriendo humildemente las hojas del jardín. En una secuencia posterior, el obispo vuelve a vestir su indumentaria talar para asistir a un moribundo que le pide confesión. El moribundo le cuenta que en su juventud envenenó a la pareja para la que trabajaba, dejando huérfano a su hijo. Y aquí viene la sorpresa: ¡el hijo huérfano resulta ser el obispo que le está confesando! Con este giro inesperado, Buñuel obliga al espectador a preguntarse cómo reaccionará el obispo frente al asesino de sus padres. Lógicamente, primero le da la absolución y luego lo mata de un disparo de escopeta, con lo que consigue, de una tacada, vengar la muerte de sus padres y enviar un alma al cielo. ¿Me sigues, Mercedes?

Un dato más: Evelino también conoce la historia de Merceditas, está al tanto de las actividades del doctor Ledesma y lleva un registro de tus encuentros con algunos miembros de la Conferencia Episcopal. ¡Dice sospechar incluso de la paternidad de tu hija! Así pues, decide lo que hacemos. De momento, ya lo tenemos confesado y absuelto.

Un beso,

Ismael Irizábal

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