Grimorio de memorias

El Butano Popular

El superpoder de los Hombres G

EL SUPERPODER DE LOS HOMBRES G

Desde un punto de vista espiritual, el concepto de “placer culpable” es propio de indigentes. ¿Qué mierda es esa de sentirse mal porque un producto pop proporciona placer? Me hierve la sangre cada vez que se aplica el término, sea a rock ejecutado en compases de dos por cuatro, sea a películas de monstruos de goma, sea a tebeos coloreados con tramas mugrientas. El placer culpable excusa a quien lo invoca de meditar de dónde viene lo que le gusta y sus porqués. Sea en listas de Spotify, en reportajes de suplemento dominical o en conversaciones en la cola del baño de un bar.

La primera vez que me topé con las contradicciones del placer culpable fue durante esa época en la que muchos descubren, con cierto horror, que ese amigo con el que compartes patio, conversaciones iniciáticas obscenas y camino de vuelta a casa desde el colegio, a ese mismo le gustan series de televisión de abogados, escucha casetes de Richard Clayderman y habla de películas en los mismos términos que tu madre. Directamente, no comprende por qué ese ininteligible tebeo de “La cosa del pantano” que sale al final de Dossier Negro te resulta tan fascinante. Es decir, hablamos de esa época: los diecipocos años, que yo viví en el último tramo de lo que antes era EGB.

En ese momento, recuerdo perfectamente qué música escuchábamos. De la recién estrenada película de Batman llegaba aquella legendariamente errónea banda sonora de Prince, los 40 Principales nos martilleaban con las odas al maltrato genérico del La mataré de Loquillo y a mí me cautivaban los Hombres G, para risión general de mis compañeros. Este no es sitio para defender un grupo que, últimos coletazos y manías personales aparte, se defiende solo: honestidad ingenua e imperturbable (impostada o no, qué más da), rimas personales y en consonante y notable desvergüenza a la hora de afrontar un catálogo emocional propio de disc-jockey de Cadena Dial. Con esos mimbres, incluso a mediados de los ochenta, escuchar a Hombres G era poco menos que una peste.

Pero de mi burra, en conversaciones a escondidas con las Aranchas y Clauditas de turno, no me bajaba nadie: el enfermizo romanticismo adolescente de Dos imanes o el devastador monumento a la ramplonería de telenovela que suponía Te quiero clavaban esos sentimientos que gusta impostar con cierta edad y que (se suponía) experimentaría años más tarde. Fue la primera y última vez que palpé la contradictoria sensación de disfrutar con algo y, a la vez, odiarme a mí mismo por hacerlo. Supongo que en el fondo, los Hombres G, con esas melodías dolorosamente melifluas, ese quejumbroso tono vocal de David Summers y esa tendencia a convertir el primer beso con babilla en épica perfumada de carpeta de instituto son perfectos para sentirse mínima, fugazmente culpable.

Pero solo lo tolero una vez, con doce años, por culpa de los Hombres G y con un gilipollas diciéndote, en perfecto trauma compensatorio, que vaya si molan C & C Music Factory. A partir de ahí, todo aquel que sugiera que hay placeres que no son gozosos, perfectos y dignos de orgullo merece, por mi parte, un seco guantazo. A ver si así se le pasan a algunos las ínfulas de consumidor católico de mass-media.

John Tones

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