El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Discursos breves V

Don Lindyhomer Te lo digo aquí y en la calle— 20-12-2013

Queridos amigos bibliotecarios;

Tengo muy presente la tesitura a la que os enfrentáis en los tiempos actuales. La explosión multimedia, Internet, los blogs literarios, el intercambio de archivos entre usuarios… ¿Qué va a ser de la biblioteca, se preguntan muchos, cuando los usuarios puedan realizar préstamos de libros electrónicos desde sus casas?

Con ese paisaje de fondo, me gustaría centrar mi exposición en algo importante, esencial, mayúsculo; crítico, añadiría sin dudarlo: se trata de la construcción de la colección, la política de adquisiciones de obras, y también de su expurgo. Y para ello me remontaré a mi infancia y mi escolarización en estas pedagogías modernas que satanizan el error. Error que se castigaba con severas penalizaciones en las notas, en encierros forzados en la biblioteca —ignominioso uso de la biblioteca como panopticón— y, por qué no decirlo, de castigo físico que, en tiempo de democracia constitucional como la que vivimos actualmente, a veces consistía en permanecer inmóvil con el brazo derecho en fascio saludo por largos periodos de tiempo. Les hablo, sí, de los años ochenta, y de un colegio público…

Mis padres no tenían muchas cosas; sus salarios apenas les permitían pagar el alquiler y criar con dignidad cuatro mocosos. Para mi fortuna de lector precoz, el dinero restante se destinaba íntegramente a la compra de libros. Miles de obras clásicas, con claro biais europeo y en particular afrancesado, pero sin descuidar en absoluto ninguno de los grandes, desde Bhagavad-guitá a Moby Dick. La biblioteca en la que me crié también era generosa en ensayos de filosofía, literatura, lingüística, pedagogía, psicología, antropología, mitología, teología e historia de las religiones, ciencias ocultas, política y sociología. Escritos en cualquiera de las lenguas románicas; sobre todo en castellano, francés, italiano, catalán, gallego y portugués. Y en latín y griego. Y diccionarios de todo tipo: ideológicos, etimológicos, de sinónimos y antónimos… También diccionarios hebreo—español y árabe—español, con sus hipnóticas y misteriosas grafías. Estuve siempre, en definitiva, inmerso en la gran literatura y pensamiento, y sabía lo que era un buen cuento o un buen diario. Y por esa razón, cuando intentaba escribir alguna cosa, el resultado me horrorizaba en comparación con lo que estaba acostumbrado a leer. Así que todos los intentos de escribir un diario o un humilde cuento terminaban destrozados en la papelera, ya fuera al instante o tras leerlo —aún más horrorizado— al día siguiente. No guardo ningún escrito adolescente ni veinteañero. Cientos de horas de terapia resolvieron mi fobia a mi propia escritura. Al menos, parcialmente.

Como mis padres, he acumulado libros desde que aprendí a leer. Recientemente me mudé a un piso más pequeño y me enfrenté a la dolorosa tarea de deshacerme de algunos libros (idealmente, unos cuantos cientos). Finalmente me resultó imposible deshacerme de ninguno. Ni de una novela mala o de un mísero libro de cocina. Preocupado por mi incapacidad, estuve dándole vueltas unos días hasta que comprendí la razón: mi biblioteca es mi diario. Mi vida es la suma de decisiones de lectura: recuerdo por qué —razón vital— se quedó conmigo cada uno de los miles de libros que acumulo. No necesito ese libro amarillento de cocina mexicana para cocinar: lo necesito para recordar quién me lo regaló y por qué. Es mi único vínculo con ese recuerdo. Sin él, esa persona desaparecería de mi memoria, y con ello todo lo que vivimos juntos. Los lomos de los libros son mis magdalenas proustianas. Ojear mis estanterías es como ojear mi diario más íntimo. Ahí están todas mis anotaciones, cuentos, trabajos universitarios destruidos. A través de esos volúmenes, soy capaz de acercarme a ellos con una mirada más benevolente.

Las personas no escribimos diarios colectivos. Pero pienso que la biblioteca de un barrio o de una facultad es el diario de ese barrio y esa facultad. Hagan de la biblioteca, se lo ruego, un lugar de encuentro entre lectores. Sugiérannos, y también atiendan nuestras peticiones, especialmente las más peregrinas. Procedan con cautela al expurgo. Hagan posible que más adelante podamos pasearnos por la biblioteca para ojear nuestro diario colectivo. El diario de la comunidad a la que pertenezco.

Y quiero dedicar estas palabras a mi amigo Perico Baranda. Él sabe por qué.

Muchas gracias por su atención.

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