El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Pedrito juega a ser Poe

Perico Baranda Cartas Crueles— 14-11-2013

Pamplona, 10 de febrero de 2004

Querida tita Mercedes:

¡Es cierto! ¡Lo confieso! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. Y esa es una de las razones de mi sobrepeso: hubo un tiempo en que no podía dejar de comer para frenar la excitación. Devoraba lo que fuera con el fin de combatir los nervios y el aturullo que me producían los bostezos. Ahora es distinto: gracias al balón gástrico, el hambre ha disminuido, pero los nervios se mantienen ahí, crispados, llameantes, estimulando mi cerebro y obligándome a poner los cinco sentidos en todo lo que hago. No digo más. ¡Silencio! ¡Que nadie sepa lo de mis nervios!

Seré nervioso, ¡pero no estoy loco! La prueba es la prevención y meticulosidad con que realizo mis acciones. Y debo hacerlo así para evitar ser descubierto, tita, porque sé que me vigilan. Sigue leyendo y comprueba con cuánta cordura, con cuánta habilidad escondí el dinero de la Banca Pía. Tras el atraco y después de repartirnos el botín, busqué un lugar donde ocultarlo, un lugar secreto del que nadie, nunca, pudiera sospechar. ¡Que mi madre esconda lo suyo donde quiera! Yo prefiero ocultarlo en un lugar imaginativo e inimaginable. Así que actué con método y concienzudamente. Analicé la situación y me decidí por el toro disecado que guardamos en la trastienda. Me agencié una cuchilla bien afilada: un bisturí que sustraje del despacho del doctor Ledesma, al que tengo acceso cuando filmo alguna de sus intervenciones quirúrgicas. En una ocasión pude ver cómo extraía un pólipo de cinco quilos del vientre de una adolescente. ¡Pero que nadie se escandalice todavía! He visto al doctor rajar a pacientes de mediana edad y extraer de su vientre pólipos de treinta quilos.

Algo parecido hice con esa bestia parda sobre la que mi padre levantó su negocio familiar de fotografía, en los setenta, antes de venirnos a Pamplona. ¡Carcelero, se llamaba el animal! Junto a las cámaras y trípodes, los proyectores y pantallas, y la magnífica colección de decorados fotográficos de mi padre, el toro disecado dormía el sueño de los justos, cargado de polvo, en el fondo del ángulo oscuro, junto al arpa olvidada, en la parte trasera de la tienda. En nuestra casa hay cientos de lugares donde esconder el dinero, pero yo quise ocultarlo bien a la vista, para que no levantara sospechas. Por eso decidí rajar la tripa del toro y guardar el botín en su interior. ¿No te parece un magnífico escondite? ¿Quién se iba a fijar en él? ¿Quién podría sospechar del vientre de Carcelero?

Con la ayuda del bisturí abrí la tripa del monstruo. Me calcé los guantes de látex y la mascarilla, y lo rajé de arriba abajo, con todo el mimo y la pulcritud que he aprendido del doctor Ledesma. El corte debía ser limpio y permitir, posteriormente, rehacer la obertura, repeinar el pelo y dejar invisible la intervención. Vacié buena parte del relleno del animal y metí allí una bolsa de tela con mi dinero, como si de un balón gástrico se tratara, rellenado el hueco con paja limpia, papeles de periódico y algodón. ¡Dos días enteros, con sus noches, invertí en el proceso! Elegí con cuidado el color del hilo y el grosor de la aguja, humedecí la piel apergaminada del animal para moldearla, la cosí con tiento y le apliqué aire caliente para que recuperara su textura. ¡Con qué esmero realicé estas operaciones, con qué seguridad concluí la tarea!

Acababa de dar la última puntada al pellejo del animal cuando llamaron a la puerta con insistencia. Eran las diez de la noche, horas intempestivas, pero yo no tenía nada que temer: lo que quería ocultar ya estaba oculto y mi madre dormía en el piso de arriba. Me envalentoné y abrí la puerta de la tienda. Era la policía: ese inspector que ya me ha interrogado un par de veces y un amigo suyo, obviamente bebidos, queriendo visitar el archivo fotográfico de mi padre. Enseguida comprendí que estaban fingiendo y que venían por alguna otra razón, buscando quizá el dinero del atraco, siguiendo la pista de algún chivatazo. Yo les sonreí y les hice pasar, pues… ¿qué podía temer? Los llevé a recorrer la casa, animándoles a abrir cajones y separar cortinas. Finalmente les conduje hasta la habitación del toro y les mostré la solidez de su cornamenta, la rigidez del rabo, la firmeza de su vientre. Con un exceso de confianza les traje sillas y nos sentamos junto a la bestia. Les ofrecí coñac y conversamos.

Y entonces lo oí.

Primero fue una especie de rumor apagado, un siseo tenue como el de una serpiente que se retuerce en su agujero. Luego, una fricción imperiosa en el seno del toro, como si el dinero se revolviera sobre sí mismo y buscara desesperadamente manifestarse y salir huyendo. Miré a los policías que se reían, hablando de sus cosas. El rumor se hizo más intenso, como si el dinero hurgara en los papeles de periódico y la paja que lo envolvían. Entonces el vientre del toro palpitó. Levanté la voz y me puse a canturrear para que los visitantes no lo oyeran. Ellos me miraban sorprendidos, reían y apuraban sus copas. Pero llegó un momento en que no pude soportar más aquella situación. Mis nervios estallaron y agarré el bisturí mientras gritaba: “¡Ah, malditos, no sigáis fingiendo! ¡Lo estáis oyendo con tanta claridad como yo! ¡Es el botín que aúlla pidiendo ser rescatado!”.

Clavé el bisturí en la tripa del toro y lo rajé a lo ancho. La hendidura se estremeció, vibrante, y por el agujero emergieron dos ratas de cloaca grises y peludas, chillando enloquecidas. Sin duda, mientras el vientre de Carcelero permaneció abierto, eligieron aquel lugar como refugio y quedaron atrapadas, encerradas vivas, sin posibilidad de redención.

No te preocupes, tita, nadie más vio el dinero, salvo las ratas. Al poco rato las ensarté con el bisturí y ahora voy a disecarlas. Quedarán preciosas.

Recibe un tierno abrazo de tu sobrino,

Pedrito

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