El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

El sufragio universal

Joan Ripollès Iranzo Como no te apartes tú— 05-11-2013

En estos días de abandono del sol, el frescor de los bosques infunde un cierto desasosiego que no es capaz de reparar la mansedumbre de ninguna siesta. De vuelta de un largo paseo entre pinos, matojos y tardías ginestas, trato de reubicarme sobre el asfalto y el gris enlosado de las aceras. Sin saber muy bien por qué, discurro y discuto con el hombre que siempre va conmigo sobre el aciago criterio cinematográfico de las mujeres que he ido conociendo a lo largo de mis días —de noche, casi todas prefieren la televisión—. Tras darle muchos y variados tumbos a la cuestión, concluyo que no puede ser un fruto amargo del azar, que a la fuerza debe de existir algún desajuste de orden estético en la psique femenina, probablemente compensado con otras atribuciones que aún desconozco. No hallo mejor explicación, desde luego. Claro que me he cruzado con alguna chica entusiasmada con los crepúsculos de Peckinpah o el macarrismo de Eloy de la Iglesia. Otras aseguran incluir a Buñuel en el ámbito de sus predilecciones, e infinitas más inclinan su intelecto del lado de Lynch o Woody Allen —que, para el caso, vienen a ser lo mismo—. Pero todas esas fanfarrias se encogen y deprimen, cual tallo humillado por una ligera ventisca, a la hora de llevar lo teórico al naufragio del presente. No recuerdo ni una sola buena elección con sus dedos deslizándose sobre el petulante reclamo de la cartelera, se me eriza el vello al recordarlo… Una lejana mañana de sábado, X se empeñó en meterse a ver aquel pastiche pictórico llamado Más allá de los sueños, horripilante pesadilla para cualquier cráneo bien nutrido. Le gustaban mis manos —decía—, pero fumigó el vivero de mis escasas endorfinas, sin yerba ni alcohol al que poder agarrarnos. No llegamos a nada. Con K me las arreglé para esfumarme siempre en el momento propicio y reaparecer, después, en el bar, para disfrutar de su parecido con la Katharine Hepburn de finales de los treinta. Cuando me contó que volvía de ver El abuelo, supe de mi gran acierto. Pero ninguna sabiduría resulta imperecedera, con cuatro o cinco compañeras de clase cometí el yerro imperdonable de adentrarme en una sala de modernos polvorientos para ver Lucía y el sexo, cuyo único remanso estribó en la fresca anatomía de la Anaya. Nunca he vuelto a compartir el esparcimiento de un cine con una camada de hembras. Las he perdonado. Con M parecía que el derrotero podía ser otro, pero pronto entendí que me había dejado arrastrar por un presuntuoso equívoco etnográfico. El día que escogió de verdad, me vi a su vera, amorrado frente a ese forúnculo llamado Lulu on the Bridge, y a punto estuve de saltar al río y visitar la Estigia indignamente. R podía haber llegado a tener un juicio soportable, pero se dejaba llevar demasiado a menudo por la futilidad de sus emociones. En su descargo diré que el mayor espanto de aquel tiempo no lo padecí a su lado, sino una noche en que, haciendo tiempo antes de esperarla a la salida del trabajo, se me ocurrió pasar por taquilla y endilgarme A los que aman. Eché de menos un directorio y un revólver, y continué divisando cucarachas durante toda la noche. Uno de los mayores atractivos de E fue siempre la furibunda vehemencia de sus argumentaciones, que resultaban tanto más excitantes cuando más extraviadas andaban entre las neblinas de la noosfera. A pesar de contar con una frondosa videoteca, esa regla general se venía abajo en el tránsito de sus incursiones fílmicas, y todavía no comprendo como mi maltrecho corazón —propio de un gitano de Candel— continuó latiendo sin pausa después de haber sobrevivido a Viaje a Darjeeling y Biutiful. Elijan —si quieren— restaurante, café, discoteca, cena, hotel, vacaciones…; ataúd y vino, de vez en cuando, pero hagan el favor de dejar en paz la cartelera. Hay imposibles que la voluntad no alcanza ni siquiera subida al palo largo y untuoso de una escoba.

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