El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Diario de zozobras del inspector Arriaga (II)

Perico Baranda Cartas Crueles— 27-09-2013

24 de noviembre de 2003

Querido diario:

Mañana ya es hoy, y ahora son las seis de la mañana. Me he despertado inquieto, animado por el deseo de empezar a escribir en tus páginas. Y quiero hacerlo de manera directa, irreflexiva, contando las cosas tal como son, aprovechando los primeros minutos del día, mientras las gemelas duermen y mi mujer, esa desconocida, todavía no ha empezado a joderme con la ducha, las leches y el chándal, que es su (horrible) ropa de trabajo. Cuando me casé con Maribel todavía no era profesora de gimnasia, y de vez en cuando se ponía vestiditos ajustados y zapatos de tacón alto. Así le resultó fácil engatusarme. Ahora, cuando ya le importo un pito, sabe cómo hacerme huir, y lo consigue a base de bambas, cintas para el pelo y sudaderas.

Precisamente huyendo de casa fui a darme de bruces con la herboristería donde trabajaba Pilar. Al fondo del local, en la trastienda, un médico chino me diagnosticó, mirándome el iris, tres hernias discales, un hígado graso y el progresivo reblandecimiento de los uréteres. ¡Sensacional! Ni entonces ni ahora he llegado a comprender cómo alguien, por más chino que sea, es capaz de dar con tus dolencias más recónditas sin echar mano de radiografías ni análisis. ¡No sé a qué espera la sanidad pública para ahorrarse un buen dinero creando unidades de diagnóstico por el iris! Una mesita, un flexo y un paquete de cuartillas son suficientes para habilitar un despacho. En fin, lo cierto es que gracias al chino fui a parar a manos de Pilar, que trabajaba en otro garito al fondo de la herboristería. Allí, además del flexo y las cuartillas, Pilar tenía una camilla de masajes, un ventilador y media docena de toallas.

Al segundo día de tratamiento ya encontré alivio. Pilar masajeaba mi espalda con fruición y de vez en cuando, seguramente para que me relajara, me iba susurrando: ¡déjate ir, déjate ir! Y así lo hice, porque lo mío es dejarme ir con facilidad. Eso es algo que me viene sucediendo desde mi adolescencia y que no he podido abandonar ni en mis relaciones con Maribel ni en mis actividades en el café Colón. Hay que decir que la colocación de las butaquitas en el altillo del Colón permite una visión completa de la entrepierna de las clientas, alguna de las cuales, que ya sabe a lo que viene, se presenta sin bragas buscando la complicidad de los mirones. A veces, y esto pueden atestiguarlo los camareros del Colón, la intensidad del momento ha sido tal que no he podido alcanzar a tiempo los lavabos y me he derramado encima, oculto tras alguna mesita del bar.

Volviendo a mis confesiones, quisiera añadir que me casé con Maribel porque fue la primera mujer que se dejó meter mano. Así de sencillo. Ella sabía perfectamente lo que buscaba y encontró en mí al pardillo apropiado. Las otras chicas con las que me relacioné siempre fueron contrarias al tocamiento. Maribel se dejó, y le metí mano hasta el fondo. Por eso y porque donde pongo el ojo pongo la bala, la dejé preñada a la primera, y nos tuvimos que casar. Un par de razones más: estábamos en Pamplona y su padre era teniente coronel. Por lo que hace a mi intervención, fue tan provechosa que de una tacada le metí gemelas.

Un breve apunte sobre lo del ojo y la bala: suelo tener por costumbre poner la bala en su sitio, con premura y sin apenas mirar. Ginés lo llama eyaculación precoz, aunque yo lo considero una muestra de rapidez y eficacia. Me gusta acabar lo que empiezo, y hacerlo sin titubeos. Nunca me ha gustado marear la perdiz, y se lo he dicho y repetido a Maribel, que no ha sabido apreciarlo. Pilar, que era toda una profesional, supo reconocer de inmediato mis habilidades: “Contigo da gusto trabajar —me dijo—. Eres rápido, limpio y discreto. Debería cobrarte la mitad, si hubiéramos de ser justos”. Y así lo hizo cada vez que terminábamos antes de empezar. Entonces yo reinvertía ese descuento en prolongar nuestra relación y hablar de nosotros y de nuestro futuro.

Así pude averiguar que Pilar se sentía tan sola en el mundo como yo mismo, que trabajaba por las mañanas en una tintorería y se sacaba un sobresueldo con los masajes, que tenía un hijo en Teruel, fruto de su relación con un cojo vallisoletano que la dejó preñada a cambio de un falso contrato de trabajo. Y lo que es peor: que una banda de delincuentes de Pamplona la perseguía por haber robado una importante suma de dinero. Una acusación del todo falsa, claro. Sus lágrimas lo demostraban.

Si yo hubiera sido un superhéroe, Superman por ejemplo, la hubiera redimido, pero mi triste condición de policía, casado y con dos hijas en esta ciudad tan rancia, no permitió que me saliera del guión. Hasta Ginés, tan rijoso él, lo comprendería, ahora que ya no tiene películas porno en el ordenador ni próstata en el bajo vientre.

¡Dios! Oigo a mi mujer calzarse el chándal. Voy a cerrar el diario. Ya lo quemaré la próxima semana.

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