El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

La consagración de las hostias

Julián Hernández Vamos que nos vamos— 07-06-2013

Teatro de los Campos Elíseos, 29 de mayo de 1913. El barón y la baronesa de La Grandeur asisten a un estreno.

—¿Por qué tenemos que venir a ver esto, querida? ¡Odio el puto ballet! ¡Odio a esta panda de maricones rusos! El año pasado sacaron mujeres desnudas haciendo guarrerías. ¡A saber qué mierda vemos hoy!

—Pero, querido, ¡está el todo París aquí esta noche…!

—¿El todo París? ¿El todo París? ¡Pues que follen al todo París! Lo que daría por una copa de absenta ahora mismo…

—Chsss… Cállese, querido, que ya sale el director. Se llama… A ver qué pone en el programa… ¿Me deja su monóculo, querido? Ah, ahora sí: M. Montesquieu, creo. La obra es sobre algo de sacro. ¿Eso es un hueso, verdad?

Pierre Monteux levanta la batuta. Suena un fagot en el registro alto. Casi inmediatamente se oyen carraspeos, toses y risitas en el patio de butacas. Diaghilev observa al público por un agujerito practicado en el fondo del decorado. Nijinski está a su lado mordiéndose las uñas.

—Mmmmh… Ya sospechaba yo que hoy iba a pasar algo. ¡Pero ha empezado demasiado pronto…! Tú tranquilo, ¿eh, Vaslav?, que Pierre aguanta lo que le echen. Joder, esto que ha escrito Igor es la hostia… Por cierto, ¿dónde se ha metido el hijoputa?

Los comentarios empiezan a subir de volumen. Se oyen palabras malsonantes y aplausos. Cocteau se levanta de su butaca mientras Picasso intenta calmarle.

—¡Silencio, desgraciados! ¡Malnacidos, petimetres, sifilíticos! ¡Sois un montón de estiércol! ¡Y vuestras mujeres, un atajo de rameras desdentadas!

—¡Cállate, Jean, por Dios, que de esta nos matan! No, si esto acaba mal…

—¡Eso es lo que quiero! ¡Conflicto! ¡Guerra! ¡El principio generador de todas las cosas! ¡Purificación por la sangre! ¡El Arte Nuevo es catarsis o no es! ¡A por ellos, Pablo, a por ellos!

—Pero Jean…

Un grito. Alguien cae al suelo. Vuelan sillas. Puños golpeando narices. Griterío ensordecedor ahora. Subido en una butaca de la fila siete, Satie golpea con su bastón a la baronesa y al barón de La Grandeur.

—¡Puta, puta, reputa…! ¡Puto, puto, reputo…! (Pero qué bien me lo estoy pasando, mon Dieu…) ¡Chupadme la polla, bastardos!

—¡Ay, ay, ay, ay, ay…! ¡Por favor, señor! ¡Se la chupamos, se la chupamos!

Pierre Monteux sigue dirigiendo como si la cosa no fuera con él. Diaghilev ordena encender y apagar los focos para parar el tumulto. Los ánimos se excitan aún más. Los bailarines apenas oyen a la orquesta. Entre bambalinas, Nijinski se desgañita contándoles los compases.

—¡Un—dos—tres! ¡Cinquillo! ¡Diecisiete! Ah, no, que eran once… ¡Once, once! (Me cago en la madre que parió a Igor…) ¡No, coño, esto no era para vosotros! ¡Ahora tres por dieciséis! O algo así…

Los bailarines ejecutan unos pasos con las manos en los mofletes. Un hombre se levanta y les grita.

—¡Un médico! ¡Ja, ja, ja! No, ¡dos! ¡Un dentista! ¡Ja, ja, j…!

El hombre enmudece y se lleva las manos al cuello intentando contener el chorro de sangre. Gide rodea con los brazos a Léger.

—¡Por Dios, Fernand, suelta la navaja! ¡Que te pierdes!

—¡Déjame, André, que a este lo remato aquí mismo!

Suenan disparos. Varios cuerpos sin vida caen de los palcos como peleles. Tras una sección final que parece acompañar el paroxismo de la lucha, la obra termina con un acorde, disonante y en fortísimo, de las cuerdas graves, la percusión y los metales.

—¡CHAN!

Algunos músicos huyen despavoridos; otros saltan a las butacas utilizando sus instrumentos como armas. Los bailarines tropiezan unos con otros y un par de ellos caen al foso de la orquesta. Pierre Monteux, con el frac salpicado de sangre, saluda inclinándose. Paul Claudel aplaude con corrección. A su lado, Coco Chanel pierde la compostura.

—Bravo. Bravo.

—¡Cállate, meapilas…! ¡Fóllame, Igor! ¡Soy tuya! ¡Aquí está mi coño francés esperando tu polla rusa!

Tras el escenario, el fragor de la batalla suena amortiguado. Diaghilev encuentra a Stravinsky debajo de una mesa. Le agarra a él y a Nijinski y los saca a empujones por la puerta trasera del teatro. Los tres se pierden en la noche parisina a todo correr.

—¡Qué de puta madre! ¡Justo lo que quería! ¡Dentro de cien años seguirán hablando de esto! ¡Hemos pasado a la historia, chicos!

Nijinski y Stravinsky, que corren intentando estrangularse el uno al otro, se paran en seco.

—Joder, Sergei, no nos toques los cojones…

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