El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Keeper Of The Seven Keys Part II

Diego Ávila Paleta de grises— 04-06-2013

No estábamos muertos. Medrano llegó con la solución. Emulando el comienzo del disco que alargó el éxito del Keeper of the Seven Keys, llegó con una invitación: cerca de su casa había un bar frecuentado por agricultores que se iban al campo con el estómago caliente y el hígado castigado, el “Antonio”, cuyo hijo había heredado la barra en su franja verpertino-nocturna, y allí Medrano había escuchado a los Leño. Por lo visto, a fuerza de tesón había conseguido colarle a los AC/DC, ¡y les había molado! Tanto que no dejaba de poner la cinta del Fly on the Wall.

Tesón. Fue lo que les faltó a los Helloween. Tenían que haber peleado con la discográfica para que sólo hubiese existido un Keeper of the Seven Keys en formato doble, porque tras el éxito apabullante del primero, el segundo sonaba un poco a relleno, a refrito, a pesar de seguir conteniendo buenas canciones, nunca tan redondas como las anteriores.

Se imponía conocer el bar Antonio. Y allí fuimos. Medrano nos advirtió: mejor en sábado o domingo. Su padre, habitual del bar, contó una vez en casa, entre risas lentejeras, que los viernes por la noche el bar se llenaba de paisanos que achinaban los ojos para poder sacar algo en claro de la codificación de la porno del Canal Plus.

Así que sábado. Camiseta negra serigrafiada y casetes en el bolsillo del vaquero elástico. Antonio Jr. se alegró de vernos y servir algo que no fuese vino peleón. Yo llevaba mi cinta del Keeper of the Seven Keys Part II, álbum que me costaba defender, pero había que amortizar las casi dos mil pelas que me había costado, así que iba a muerte con el disco. Sí, se salvaban I Want Out, Eagle Fly Free, Rise and Fall, pero…, ¿trece minutos de perorata para justificar el título del disco? ¿Otra baladita de desánimo para emular A Tale that Wasn’t Right? Eso sólo se podía defender desde la adolescencia. Desde una adolescencia con severas taras. Le dije que si ponía la cinta se la grababa. Lo hizo. Lo hice.

El caso es que Medrano no apareció por el bar de los Antonios. Excusas al principio, luego silencios. Su ausencia se hizo norma.

Un viernes decidimos dejarnos caer por allí. Nos hacía gracia sorprender a los viejos achinando ojos para ver una teta codificada. Ninguno de nuestros viejos escarbaba tierra, así que íbamos confiados en no tropezarnos con la mitad de nuestro genoma.

Cuando traspasamos la cortina de colores recibimos la mirada aviesa de más de una veintena de cuasi jubilados que tuvieron que abrir los ojos para poder vernos en nuestra tridimensionalidad sin codificar. Sonaba Helloween, el Keeper 2, lo que me puso de buen humor. Me fui a la barra, donde Antonio se tomaba una litrona. El resto de la manada —Duque, Guti, Pepe y Fónico— se unieron a nosotros. Pedimos un par de litronas para acompañarle.

La puerta del baño se abrió en aquel momento y Medrano salió con las mejillas cárdenas recolocándose la gónada mientras un lugareño se metía en el WC recriminándole el tiempo que había tardado. Que había más gente esperando para zurrarse la sardina.

Medrano no pudo creerlo cuando nos vio allí. Descubierto en su pequeño vicio solitario semanal, actuó como era norma siempre que algo nublaba la paz del grupo: obviándolo. Se sentó en su taburete y siguió bebiendo cerveza. Eso sí, en silencio y sin mirar a la tele.

Fue la única visita que hicimos un viernes al bar de Antonio. Medrano también dejó de acudir. A los pocos meses tuvo que llevar gafas.

No sólo él. Una epidemia de astigmatismo se había propagado entre el campesinado local.

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