El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Las hostias del domingo

Joan Ripollès Iranzo Como no te apartes tú— 09-05-2013

Es una iglesia vieja que nunca llegará a antigua. Los muros y adornos de ladrillo macizo le dan un aire tosco, como de tente afiligranado y descolorido por la mente canónica de alguno de los escolapios que imparte lecciones en el edificio de al lado. El sol se descuelga con un trapecio de luz frente a la puerta principal, pero dentro apenas se perciben algunos destellos tras las vidrieras y, a pesar del fuego de los cirios, la humedad prevalece. El coro dominical ensaya detrás del altar, mientras las familias van recibiendo a los invitados, que empiezan a ocupar los bancos a partir de la quinta fila. Son ocho los niños que van a comulgar, seis chiquillos y dos chiquillas, que revolotean por la nave poniendo en peligro el blanco de sus galanuras. El sacerdote se pretende moderno y hace de la misa una melaza pedagógica que se le atraganta a uno ya en el celofán de las presentaciones. Utiliza el proyector para que el personal no se pierda en mitad del sermón y como amago de karaoke, pero a este tipo de feligrés incidental le tira poco la solfa panegírica, y las canciones las acompañan solo el coro y algún catequista aplicado. Se habla mucho de Jesús, pero se lo enseña poco, y se apela a una solidaridad de campamento y mensaje telefónico. Hasta la colecta se hace en nombre de los huérfanos africanos… Un padre sale al estrado y lee un cuento moral sobre un niño que va de excursión y descubre que la vida es como el eco, te devuelve lo que le das. Coelho plagia la Biblia y la Iglesia calca a Bucay para animar al oficiante a aventurarse en fangales resbalosos, sermoneando sobre el amor y la entrega de los más pequeños, de lo mucho que deben dar y recibir en el pórtico de la gloria. Media docena de preguntas, un padrenuestro entonado y la carne y la sangre de Cristo tomados en fila india. Más allá, mediada la cuarta fila, en los bancos de la izquierda, Dyango se levanta y se sienta, siguiendo los designios de la liturgia, con su camisa abotonada y una chaqueta clara de entretiempo. Al salir de la nave, atravesando el patio interior del colegio, bajo el claustro adornado con banderas cuatribarradas pintadas por los colegiales, un par de señoras lo miran con respeto y se acercan a felicitarle.

—Es usted de los mejores cantantes que ha habido.

—No anda usted del todo mal encaminada, señora —responde él, con media sonrisa. Se ha puesto las gafas de sol, liberándose el primer ojal de la camisa.

—Hoy, cualquiera graba un disco en dos días por su cara bonita. No como usted, que tuvo que trabajárselo. Yo tengo muchos… ¿Cómo se dice?

—¿Discos?

—No, no, lo otro. Ahora no me sale.

—Cedés.

—Eso, cedés. ¿Y sabe lo que más me gusta? El sentimiento que pone. Cómo Charles Aznavour, que también lo tuvo bien difícil el pobre, con esa cara.

—Gracias, señora.

Cuando piso la acera, recuerdo a un amigo que, a mediados de los noventa, volvió de Nueva York sin poder sacarse de la cabeza que, en Chinatown, todas las tiendas hicieran sonar canciones de Dyango. Quizá ese milagro de hilo musical fuera una buena razón para creer, pero, cuando al cabo de unas horas, el chaval que acaba de hacer la comunión me pregunte si creo en Dios, le diré que no, que yo sólo creo en Maradona. Y su madre tendrá que explicarle quién es ese tipo, porque a quien dirige sus plegarias el niño en su habitación es a Messi. Y bien que hace.

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