El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Discursos breves (III)

Don Lindyhomer Te lo digo aquí y en la calle— 08-04-2013

Queridos amigos de la Asociación de Vitalistas del Barrio del Clot;

Quiero agradecerles ante todo la gentileza de recibirme con sus vigorosos brazos abiertos, y darme la oportunidad de defender mi solicitud de membresía. Si Groucho decía que jamás formaría parte de un club que le admitiera como miembro, yo digo que estaría encantado de pertenecer a una asociación para la que no cumplo los mínimos requisitos exigibles. Me siento obligado a aclararles este punto lo antes posible: fantaseo con el suicidio como descanso eterno y tengo dicho que en caso de desgracia no se me mantenga con vida artificialmente. Estoy a favor del aborto, soy carnívoro… Sin embargo, mi posición en todos estos aspectos en torno a “la defensa de la vida” dista de fundamentarse en firmes convicciones. ¡Al contrario! Todas ellas, incluso mi oposición a la pena de muerte, navegan en profundos y acuciantes dilemas. Quiero decir con esto que sus preocupaciones también son las mías, y que tal cosa justifica mi presencia en esta hermosa y desgastada tarima de roble. Pero mi interés por su asociación no tiene únicamente que ver con mi construcción como sujeto ético. Me invade también una enorme curiosidad intelectual; para qué negarlo. (A mí me pierden el estómago y el cerebro: pienso con el estómago y como con el cerebro.) Leí al sociólogo Scott Lash en el Clarín afirmando que detrás de los constructos que manejan Negri y Hardt, Latour, Beck o Luhman (autores que me interesan sobremanera) late el vitalismo. Tal idea me resultó al principio chocante, pero, ¡qué demonios!, tiene sentido.

No es mi intención aburrirles con estas disquisiciones sociológicas. Me gustaría hablarles sobre el lenguaje; sobre la palabra “vida”. Esto lo aprendí del gran Kerényi cuando denotaba a Dionisos como raíz de la vida indestructible. Los griegos (¡siempre los griegos!) utilizaban en su vida cotidiana dos palabras fonéticamente distintas pero con la misma raíz que la romana vita: zoé y bios. Nosotros hemos perdido esa diferenciación, y con ella, muchas más cosas. Si me permiten abusar un poco de su paciencia, pienso que podré argumentar que, a mi manera, yo también soy un vitalista.

La zoé es la vida a secas, sin más, mientras que bios es una vida caracterizada. Zoé es lo que tenemos en común ustedes, yo, los geranios, las polillas, los mapaches y los níscalos. Fíjense bien: es una vida que no se puede pensar con límites; es una vida arrolladora, indestructible. Zoé tiene un opuesto claro: thánatos; por eso no admite la experiencia de su propia destrucción. ¡No es el caso de la bios! La bios está caracterizada; es una vida que incluso se define por una forma de morir. “El hombre cobarde vive la bios de una liebre”, escribió Demóstenes. “Deja un cadáver bonito”, escribían los adolescentes en las carpetas (¿lo rayarán en el futuro en el reverso de su iPad?). Así, aunque el vitalismo en el sentido duro es el de la zoé, también podríamos entender un vitalismo de la bios. Pienso, por ejemplo, en aquel que se suicida como el que interrumpe su discurso para enfatizarlo.

Sin embargo, “my point is…”, como dicen los americanos, que hay un tercer vitalismo que se asombra de “la zoé de la bios” y de “la bios de la zoé” sin que, (al igual que en la Grecia clásica), suponga una tautología intolerable. Recientemente lo vi representado en la hermosa película de los hermanos Wachowski, que se llama El atlas de las nubes. Muchos han caracterizado despectivamente la película como “New Age”. ¡Ay!, New Age. Bien me lo recuerda mi amigo Javier: New Age como Philip K. Dick o como Brian Eno. Incluso, muchos sitúan el origen de la New Age en las lecturas de los Vedas que hizo Schopenhauer (autor muy leído por los Wachowski, ¡acabáramos!), y en cualquier cosa que no quepa en la cuadrícula cartesiana… En fin, decía que creo que el título, que responde en el guión al título de una obra musical (hay ahí algo de mise en abîme), condensa magníficamente lo que quiero decir. Por si no estuviera clara, queda la emocionante y última carta que escribe el compositor a su amante…

Desde ese vitalismo, que es el mío, termino con un imperativo vestido de infinitivo… ¡a vivir la vida! ¿Qué vida? La bios. La zoé.

Muchas gracias por su atención.

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