El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Una llarga processó

Joan Ripollès Iranzo Como no te apartes tú— 27-03-2013

Te equivocas conmigo. No soy un vagabundo, ni un peregrino. Siempre transité los mismos barrios, las mismas calles que viajan conmigo a todas partes, prodigándose con rencor como la sífilis en los hospitales de campaña. Con casa o sin ella, en verano o en invierno, siempre llegué a destino con las suelas gastadas, rotas y sucias. Siempre hubo barro donde ahora están las aceras, y la prisa de hoy fue antes una larga espera. Mis padres compraron un disco, a finales de los setenta, cuyo título nos enfrentaba a una contradicción que hoy colea más que nunca. Juntaba en el encabezado los dos himnos más llamativos del vinilo: La internacional y Els segadors, la llamada al comunismo universal y el himno nacional catalán. ¿Cómo compaginar el todos a una del proletariado con la segregación nacionalista? ¿Cómo reclamar la solidaridad con los oprimidos del mundo entero y levantar, a un tiempo, barreras identitarias? Claro está que me tiró más la utopía de esa hermandad universal que la soflama racial, por mucho que se amparara en la ruindad de los malos gobiernos que la atenazaban. Con el tiempo, fui advirtiendo que la principal virtud de aquel disco era, precisamente, su espíritu de apertura, dispuesto a incorporar llamamientos más o menos antitéticos, que no hacían sino reflejar la lucha emprendida por una amplia variedad de comunidades avasalladas, desde los esclavos africanos hasta los partisanos de Italia. Junto a las canciones autóctonas o traducidas al catalán, se incorporó una milonga campera uruguaya llamada El orejano, que vino a convertirse en uno de los referentes esenciales de mi ralo proceder. Aprendí varias de aquellas canciones de memoria, aunque hubo una que penetró con mayor hondura los surcos insaciables de mi cerebro, la menos conocida de todas. El carrer de l’amargor establecía un retrato diáfano de las sendas de la marginación, poniendo ante los ojos del poder una larga procesión de presos, mendigos, extranjeros, putas, ateos, disidentes…, todos los que el despotismo, la injusticia y la doble moral envían al destierro a diario. Siguiendo los designios de Dylan, Albert Batiste los enumera uno por uno, situándolos en esa elocuente calle de la amargura que suelen escamotear las grandes ciudades. El mismo callejón de los desamparados que se llevaron a otra parte las olimpiadas y el Fòrum en Barcelona, a golpe de porra y voluntariado. Después de describir minuciosamente ese panorama de desolación, el cantante remata la pieza anunciando una profecía revanchista que hoy muy pocos se atreverían a entonar por miedo a la violencia. Batiste imprimía una fuerza mineral a sus letras, una autenticidad sonora que las aleja del calco directo que acostumbra a delatar la mayoría de rimas ibéricas inspiradas en la tradición anglosajona. Años más tarde, cuando escuché su versión de Girl from the North Country, volví a experimentar la misma atracción por la soltura natural de sus versos. Por distintas razones, El carrer de l’amargor y La noia del país del nord me acompañan desde hace años allá donde voy. Uno siempre lleva el barrio consigo y sabe que el norte está lleno de frío, por eso, cuando paso frente a las balconadas de ciertas casonas y edificios volutados, imagino que revientan las puertas del suburbio y sube una marea de rabia. Aguardo el tumulto, confiando en que, tras el calor alborotado de la sangre, llegaré a encontrar el sosiego entre los brazos de una doncella que camina aún entre los helados recuerdos donde puse a refrescar mi primera y última esperanza blanca.

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