El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Mañana de perros

Borja Crespo Historias de amor (y apocalipsis)— 25-03-2013

Le esperaba una buena mañana de sábado, bien descansada. Eso pensaba ella, tras una semana de trabajo intenso sin llegar a nada, aguantando más de la cuenta a un cliente pudiente poco consciente. Paseo por el mercado, a comprar comida de la de verdad. Intercambio de buen rollo con los vecinos del barrio, esos que destilan alegría matinal porque sí, lo que todos deberíamos, y a elegir barra de pan en la pastelería. Al calor de los primeros rayos de sol que entraban por la persiana entreabierta, acariciando su piel pálida, un lujo viviendo en un bajo, sintió un escalofrío inesperado. Mientras se desperezaba y repasaba mentalmente, jubilosa, el plan del día, remolona entre las sábanas, sus ojos reaccionaron abriéndose de par en par ante un violento sonido exterior. Las retinas recibieron la luz de sopetón, como un flashazo. Un golpe y crujir de huesos había roto el silencio. El chillido desgarrador, de animal herido, provenía de la terraza. Como si alguien se hubiera caído desde el tejado. No dudó en levantarse de un salto, reaccionado de un modo mecánico ante el imprevisto. Al asomarse a la ventana se angustió en cuestión de milésimas de segundo. La curiosidad mató al gato. O al perro. Un can yacía sobre el suelo, retorciéndose, rodeado de salpicaduras de sangre y fragmentos de azulejos rotos. La pobre criatura emitía quejidos violentos, sin freno, hundiéndose en la muerte.

Un alarido humano se unió al dolor del desencajado mamífero. La vecina del quinto, la loca del bloque, miraba desde su balcón a su querida mascota moribunda. Entre estertores, el bicho luchaba contra su trágico final. Un drama en toda regla. Absurdo y fatal. La dueña del perro nunca había estado en sus cabales, y ahora menos. Sus gritos y lloros tapaban las llamadas de auxilio de su compañero de cuatro patas, destrozado por dentro tras despeñarse desde las alturas de una vivienda de protección oficial. Sea lo que fuere, ahí estaba, en la terraza de la chica recién despierta, abrazándose sin fuerzas a la vida, un perro caído del cielo, directo al infierno. Todavía medio dormida, la joven salió a la calle en pijama a ayudar al chucho, sin pensarlo, pero el sabueso, desesperado, entendió en su agonía el rápido acercamiento como una amenaza, e intentó morderla como una fiera enjaulada. Mordiscos y ladridos al aire. Dentelladas a la nada. Saliva y sangre mezcladas. Perlas ensangrentadas, como la canción.

Las gotas rojas dibujaban el horror sobre el embaldosado. Una imagen bella dependiendo del testigo. El podenco aullaba, expirando, sin futuro, pidiendo explicaciones antes de tiempo a su cercano sacrificio. Ella, perpleja pero sin miedo, recogió al perro del suelo, del piso que había besado con violencia irracional, envolviéndole en una toalla de playa comprada en Cádiz años atrás. Jamás hubiera imaginado una situación así, con el trapo de colores, cuando pagó por él lo mínimo, pero ese es otro pensamiento. La bestia seguía gimiendo, defendiéndose de lo invencible. En la puerta de la casa esperaba ansiosa su dueña, gritando más que su mascota, timbrando como una posesa. El eco del ruido extendiéndose por los pasillos del edificio, ensordecedor, sembró el pánico entre los vecinos. Alguien tenía que parar aquello. La histérica cogió en brazos al can y lo abrazó como la Pietà, llorando desconsolada: “¡Ay, mi niño, mi niñooooooo! ¿Qué voy a hacer sin ti? ¡No te vaaaaayaaaas!”. El nervioso animal respondió al martirio mordiéndole el labio inferior, lo que pilló. Más sangre, a borbotones. Un espectáculo granguiñolesco, exacerbado, casi surrealista. La excitada señora mostrando su todopoderoso amor al peludo a punto de espicharla. Ambos, sumidos en la catástrofe, desangrándose. Descargando rojo líquido elemento el uno sobre el otro en una comunión siniestra.

Tras librarse del paquete inesperado y superar la sorpresa mañanera más horripilante jamás imaginada, llegaron los suspiros. Siendo optimista, menos mal que había llovido un perro y no un ser humano. Aunque, probablemente, el chucho merecía bastante menos tamaño suplicio. Suicidio, huida o despiste. Muerte al fin y al cabo. Que en paz descanse. A comprar el pan.

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