El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Treinta y cinco

Rubén Lardín La hora atómica— 28-02-2013

De chaval, por un tiempo, estuve pensando que la sangre era realmente azul, como traslucen las venas, y que tornaba en rojo al manar, al contacto con el oxígeno. Alguien tuvo que engañarme. El poder dramático de la sangre revelada, también cura de humildad, es hace tiempo cosa de otro tiempo. En Barcelona no quedan ritos de sangre más allá de la cirugía, que no es rito porque es evento como lo es la actitud policial. Los animales se matan a escondidas, ni una vez se les honra, y cuando se hace hay quien lo llega a llamar asesinato. Creo que no es posible asesinar a un animal, no estoy seguro porque conozco a varios animales en persona, pero está visto que sí se puede ir despachando el lenguaje aunque hoy todo es hablar por hablar. Se persevera en la manía de hablar todo el tiempo de lo que acontece, de las cosas que pasan, nunca de lo que ocurre.

Hace apenas quince años, un señor por la calle hablándole a un teléfono móvil era tal vez un príncipe y de seguro un cantamañanas, pero sobre todo quedaba definido como un agonías. Hace apenas quince años todos entendíamos que aquel señor no estaba sabiendo vivirse, que miraba pero no veía, que era un esclavo king size. El tiempo ha arrollado ese recuerdo y nos ha metido a todos en la corriente, pero yo sigo pensando que a esta ciudad le falta un río que la cruce, para correr por la ribera e ir lanzándole al cauce los móviles y los cacharros de las personas que caminan el paseo pendientes del qué dirán.

En cuanto a mi relación general con el entorno, no sé si es conveniente porque se reduce mucho el margen, pero suelo validar a las personas con que voy tratando a partir de su calidad bélica: los sitúo en un supuesto de guerra civil e infiero su conducta allí de los gestos y maneras con que se conducen en estos tiempos de paz, asepsia y agüero. La hipótesis, ingenua y de aplicación muy sencilla, no trae detalle pero da un trazado inmediato y diáfano de cada individuo, me es útil, os tengo calados, hijos de puta, sé de lo que seríais capaces.

Aquí es miércoles noche. Desisto de la escritura fluorada que me gustaría y tiro millas: si de entrada no triunfas, intenta triunfar de salida. Para ello he estado mirando camisas y americanas porque pienso en ir vistiéndome, poco a poco, en respeto a mi edad, para de viejo encontrarme, para llegar juntos a destino, mi anciano y yo, ataviados ambos para la defunción propia en el dandismo pulcro y elitista de un William Burroughs. Hay que envejecer guay, estrecharse uno la mano entonces, llegar allí contigo, nen. Que la dentadura me asista. Antes, a la cena, he experimentado una reacción insólita masticando con ella una deliciosa tortilla de alcachofas: una breve anestesia en el labio superior, semejante a la que produce la cocaína. Local, creciente y por tanto alarmante, sólo ha durado unos minutos pero me ha hecho entender que la alcachofa es una planta de propiedades esotéricas como siempre me había hecho sospechar su astringencia tan elegante, tan como una máquina blanda.

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