El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Hoy: Dios salve a las punkis guarras

Sr. Ausente El corro de la patata— 30-09-2010

Gracias a la hemeroteca de La Vanguardia pongo fecha a la escena: octubre de 1980. Puedo ver a mi abuelo con batín, pipa y su ejemplar de La Vanguardia, sentado en el sillón orejero que acumulaba grasa capilar siluetando su cabeza en su ausencia. Mi abuelo era un señor de setenta años, cínico y burlón pero Señor. Arqueó sus cejas y miró a su nieto adolescente de catorce, a sus ojos (y a los del resto de la humanidad). Sin duda un nieto gilipollas. “¿Te va bien que una tarde de esta semana vayamos al cine?“. “Claro que sí, avi“. La idea de acompañar a mi abuelo al cine en Barcelona era inaudita. Jamás se había dado el caso. Sí era frecuente que me llevara al cine, al fin y al cabo era propietario de varias salas esparcidas por el Bajo Llobregat, pero se limitaba a dejarme en la entrada y venir a recogerme al cabo de unas horas.

La única película que he visto junto a mi abuelo en una sala de cine fue Dios salve a la Reina, título con que se distribuyó aquí The Great Rock and roll Swindle (1980), el falseado documental de Julien Temple sobre los Sex Pistols. Aunque por entonces estaba yo despertando al rock and roll, tenía aún una noción muy vaga del grupo que cantaba a la anarquía en el Reino Unido. Recuerdo entrar gratis, por las amistades de mi abuelo, y sentarnos en las últimas filas mientras una docena de espectadores se apiñaban en las primeras. Nada más empezar la película, cuando Malcolm McLaren aparece cubierto con una máscara de cuero y afirma ser el inventor del punk, una chica se levantó de la butaca al grito de “¡Cabrón hijo puta!“ y lanzó un denso salivazo contra la pantalla. Los lapos continuaron y recuerdo también que en determinados momentos se bailó pogo en la sala. Un pogo pequeñito, casi testimonial, para que no se dijera luego que hubo tacha, pero pogo al fin y al cabo. Al acabar la sesión, mi abuelo y yo regresamos a casa sin mediar palabra. Creo.

Me he preguntado muchas veces qué cojones impulsó a mi abuelo, fan de Carlos Gardel, a ir al cine aquel día. Busco en las páginas de La Vanguardia la razón, alguna referencia a supuestos vandalismos en el cine Publi; pero no la encuentro, así que pienso que algún amigo exhibidor le comentó que allí, en aquellas sesiones, pasaba algo que merecía su atención. Mi abuelo era hombre de intereses claros y diáfanos: las mujeres. Mi abuelo había ido al cine a mirar el espectáculo y, si se prestaba la oportunidad, las bragas de alguna punki guarra; y su nieto gilipollas le sirvió de tapadera. Esa es mi certeza.

Volví a ver Dios salve a la Reina seis años más tarde, en el Sprint, que era un cine raro, allá en la Bonanova, la Barcelona Alta. Ya sin mi abuelo y con la gilipollez aún enquistada, pero menos, fui con los coleguitas, colamos cervecitas y fumamos porritos mientras las punkis seguían escupiendo y bailando pogo en la platea. La sala estaba bastante llena y en un momento dado a un mohicano le dio por arrancar una butaca; yo creo que la culpa fue del Cha Cha Chá, o mejor de Cha Cha a secas, la peli que completaba la sesión, un documental dedicado a Herman Brood, Lene Lovich, Nina Hagen y el punk alemán, todo el lote un auténtico coñazo. El acomodador no hizo acto de presencia, pobre hombre; lo imagino acojonado en una esquina pensando que con esos programas dobles tan modernos no se iba a ningún sitio. El tiempo le ha dado la razón.

Entre aquel pase y el anterior he tenido presente la película de Julien Temple de diversas maneras. Una, antaño frecuente y hoy olvidada, era cuando alguien hablaba de Sid Vicious y comentaba que en un concierto le dio por sacar una pistola y disparar al público, engrandeciendo urbanamente su negra leyenda al dar por ciertas imágenes obviamente falsas del filme. Yo siempre flipaba ante el comentario. La gente es tonta y los punkis de mi época no se libraban del aserto. Los de ahora tampoco.

La otra, más doméstica, se produjo como un año después de ir al cine con mi abuelo. Acompañé a mi madre a casa de una de sus mejores amigas y allí me reencontré con la Nuria, su hija. Cuando éramos pequeños la Nuria y yo jugábamos a niños pobres, entretenimiento que consistía en ponernos en pelotas dentro de la cama y abrazarnos muy fuerte porque teníamos frío. Éramos pobres, e inocentes. La Nuria se había hecho medio punki y tenía la banda sonora de la película en casa, así que la estuvimos escuchando. Recuerdo la sorpresa de Núria cuando le dije que yo también estaba metido en el rollo, por utilizar gramática heredada. Ahora su sorpresa no me extraña porque yo no sólo era gilipollas por dentro, sino también por fuera.

Resulta que la Nuria se iba a Londres unos días, y que si quería me pillaba algunos discos, así que le pedí los primeros de los Jam, que por entonces yo dudaba entre imperdibles o corbatas. De regreso a casa, no sé bien cómo, me enteré de que la Nuria se iba a Londres a abortar. A diferencia de mí, ella había seguido jugando a niños pobres. No recuerdo que la noticia me afectara demasiado, y a los diez días o así regresé a su casa muy feliz a por mis primeros discos (hoy vinilos) de importación. Ella me explicó que en Londres se lo había pasado de puta madre y me puso una de sus compras, el Can’t Stand the Rezillos. Ahí tienen a la bicha, el relativismo moral, culebreando por las entrepiernas punkis. Dios las guarde.

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