El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

¡Qué vienen los indios!

Joan Ripollès Iranzo Como no te apartes tú— 17-12-2012

Vinieron a vivir al primer piso del edificio de enfrente, una finca larga y estrecha de dos plantas con terrado. Era un matrimonio maduro, cuya hija iba a casarse con el hijo de unos vecinos. La señora era bajita y entrada en carnes, con el cabello rizado y la lengua suelta. El marido, avejentado por las canas, tenía serios problemas mentales. A veces subía al terrado y, usando la palma de la mano como visera contra el sol, escrutaba fijamente el horizonte de nuestra fachada, hasta gritar muy alarmado: “¡Qué vienen los indios!”.

También hacía lo mismo o cosas aún más descabelladas en el balcón blanqueado de su piso. Una mañana, no sabemos si con intención de escapar del malón que se le venía encima, decidió evadirse saltando por el balcón. Mi madre, al advertir la maniobra, avisó a la vecina de abajo, que salía a barrer el portal, con el tiempo justo para que la mujer reculara, evitando que el hombre le cayera encima. Sólo hubo que lamentar una pierna rota que facilitó el internamiento en un psiquiátrico.

La planta baja de aquel edificio la acabaría ocupando, años después, Radio Amistad, una emisora evangélica que levantó una antena tan sobredimensionada que distorsionaba el dial de medio barrio. Los domingos desembarcaban en la calle varios vehículos principiados por el flamante mercedes del pastor que manejaba el cotarro y, a eso de las doce, se oían las voces y guitarras que daban color a la misa.

El local terminaría por quedarse pequeño y la iglesia se trasladó a un viejo cine de barrio, situado dos calles más arriba, donde la emisora se complementaría con un estudio televisivo. Tele Amistad emitía sobre todo programas realizados en Miami, grabados o doblados en castellano neutro. Resultaba especialmente atractiva la programación infantil, dibujos animados bíblicos, en los que un angelito servía de guía didáctico y narrativo, y la versión evangelista de Barrio Sésamo, en la que las marionetas, al no poder juntar las manos para rezar, oraban a Dios tapándose los ojos con una sola mano. Al final de cada programa, una chica a la guitarra entonaba una canción edificante que coreaban junto a su silla todas las marionetas que habían participado en el episodio.

A pesar de que el templo había cambiado de ubicación, aquel mercedes continuó frecuentando nuestra calle, donde el pastor había adquirido unos terrenos en los que prometía levantar una iglesia más importante y sin antecedentes cinematográficos. Yo imaginaba que allí izarían cada cierto tiempo la carpa del gran circo de la fe, esa misma lona que había visto alzarse otras veces en una plaza monda y lironda, en el barrio vecino, donde aquel sacerdote calé practicaba exorcismos y los feligreses caían al suelo, sacudidos por espasmos, antes de proclamar, entre llantos y risas histéricas, su confianza en Cristo.

Cuando bajaba las escaleras que bordeaban el terreno, cargado con la compra del día, especulaba con posibles escenas futuras: un viejo canoso divisando el demonio con la mano por visera, el pastor tocando su frente, haciéndole caer hacia atrás y, ya en el suelo, obligándole a cubrirse los ojos con esa misma mano, para encomendarse al Señor.

Aquel cuadrado de tierra continuó siendo un descampado hasta que abandoné el barrio. Una tarde, mientras bajaba las escaleras con una botella de vermú y un sifón, una lagartija salió del agujero de un ladrillo roto, traspasó la verja de la finca y se detuvo frente a mis zapatos. Levantándose sobre sus patas traseras, me dijo: “Soy el Rey Lagarto y Oliver Stone no vale una mierda”, y yo le creí.

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