El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

La carne y el pescado

Joan Ripollès Iranzo Como no te apartes tú— 11-12-2012

Detrás de la parada, sentada sobre el respaldo del banco de madera, espera una pareja de adolescentes que se busca discretamente con la boca. Bajo la visera, a cubierto del sol, se han refugiado los ancianos, hombres a los que los pantalones se les han quedado cortos de cintura y largos de pernera, y mujeres engalanadas para acudir a su cita con el médico especialista.

Como una brisa hiriente llega ella, bajita, rolliza, melena rubia de bote, zapatos plateados y un vestidito blanco, corto, tenso y escotado que deja ver la caída angustiante del canalillo y, a poco que se agache, pone a la venta el paisaje de sus nalgas separadas por el filo de unas braguitas que hay quien dirá, más tarde, que no llevaba puestas.

Es la puta del barrio, vive ahí, detrás de ese edificio de ladrillo. No ejerce abiertamente la profesión, no tiene esquina propia, pero se mete en los bares de carajillo y frecuenta las paradas de autobús como esta, es la amenaza de la madre del soltero maduro y de la mujer del pensionista.

Nota cómo la miran, le llegan los cuchicheos, el desaire en la voz y las miradas y, estirando el cuello, torciendo la boca como una cantante de tangos, les espeta a todos: “Vosotros lo que tenéis es envidia, porque yo, si quiero, como canelones”.

El paraíso del pobre está en la chicha. Ir a comer de menú y pedirte unos canelones de primero es un lujo de cuello azul que luego hay que pregonar a la familia, a los amigos. En el barrio lo que cuenta es el jamón, la parrillada, el bistec, el entrecot. El rico, en cambio, exhibe mejor la degustación de frutos marinos, el caviar y el sádico ritual de la langosta: elegirla a dedo y que se la sirvan al cabo de unos minutos, más o menos lo que se hace en los burdeles de abolengo.

El marisco del pobre es la gamba salada y el mejillón en escabeche, acompañados de olivas negras y boquerones en vinagre. Su sadismo no alcanzaba hasta ahora el regodeo ni la finura espasmódica del bon vivant, porque él debía ejercer la violencia con sus propias manos, degollando y desplumando ese pollo o desnucando y desollando ese conejo antes de meterlos en la cazuela. Él los criaba, él los mataba, él los comía.

Tal vez por eso, la cocina popular se ha llenado de ingenio con el fin de rebajar y disfrazar sus primeras crueldades. Y ahí tienen las múltiples maneras de escaldar lentamente las almejas o los caracoles, para atontarlos y que no se cierren ni escondan. Aún así, uno de los recuerdos más lastimosos que conservo de mi estancia en las cocinas es ver asar a los cangrejos. Esos cangrejos de mar que había visto corretear sobre el hielo de las cajas de la pescadería, o esos otros cangrejos de río que yo mismo había pescado entre las rocas en las que, de vez en cuando, encontraba algún fósil de concha marina.

Recuerdo cómo echaban el chorro de aceite en la sartén y luego, al colocar encima los cangrejos, que yo aún creía ver moverse, se oía un silbido creciente, entrecortado y agudo que aseguraban era fruto de la cocción, aunque yo siempre pensé que delataba la larga agonía del animal atrapado sobre un infierno ardiente.

Por eso supongo que no me gusta comer cangrejos, ni centollos ni nada que se les parezca. Miraré lo que llevo en el bolsillo y seguramente me meteré en ese pequeño restaurante en el que, en días como hoy, de primero hay canelones y, de segundo, puede que bistec o filete de lomo. Lo prefiero mil veces al wok, ese frío local en que el pobre sueña ser el rico y, aunque no pueda escoger a dedo su langosta entre las viandas de mar congeladas, se regocija escrutando a ese joven o anciano cocinero chino que flambea o asa lo que él ha elegido para degustarlo junto a una cerveza del país. El wok le hace creer al esclavo que es el dueño de un emperador caído, aunque puede que, algún día, abra los ojos y descubra que también él está metido en una cubeta, listo para ser cogido a bulto y servido en bandeja.

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