El Butano Popular

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Advertencia

Don Lindyhomer Te lo digo aquí y en la calle— 23-11-2012

Las imágenes de algunas películas pueden herir tu sensibilidad. No estaría de más que también hirieran tu inteligencia. ¿Qué es la buena vida —la que vale la pena— sino un continuo cicatrizar heridas? La advertencia sobre la sensibilidad vulnerable es harto conocida, y más necesaria de lo que los paladines arrogantes del cine sádico entienden. Chapuceros de la iniciación; analfabetos del ritual; insensibles y vulgares matones de patio. Todo ignorancia. A ellos dirijo mi apostilla. ¿Con qué derecho desprecian a la gente que evita una película que pueda herir su sensibilidad aquellos que evitan una película que pueda herir su inteligencia?

En España, Holy Motors y Crepúsculo: Amanecer parte 2 se estrenaron el mismo día. Feliz coincidencia, más estimulante que la dupla Holy Motors-Cosmópolis, a cuento del protagonismo de la limusina en ambas. Deslumbrante sagacidad que no permitió a los críticos percibir los mucho más notables paralelismos entre la película de Leos Carax y el final de la saga Crepúsculo. Estas dos obras, que no podrían ser más de su tiempo, ofrecen lecturas afines y complementarias del superhombre en un tiempo en el que dios ha muerto (Nietzsche) porque nos afirmamos como hombres del que se ha roto el molde (Meyer), o ha huido (Hölderlin) porque lo estamos desguazando (Carax). El sometimiento al eterno retorno patente en boca del actor Oscar está implícito en la previsible y eterna vida del vampiro Edward. Resulta inquietante que, en el caso de este último, pase desapercibido lo que algún lacaniano ya ha calificado como una “performatividad del exceso”. El paralelismo entre ambos personajes me invita a caricaturizar a la desnortada crítica. Viene a cuento del mormonismo de Stephanie Meyer, abanderado para renegar de la saga Crepúsculo por aquellos que se arrodillan ante una película que se llama “motores sagrados”, el ángel de la guarda se llama Celine, el prota se encuentra con Eva en el hotel Samaritano, y termina con los coches diciendo “amén”, lo que convierte la película en una plegaria. Toda esta beatería, ignorada por la crítica. Y es que siempre con las cosas de la religión es donde los humanos resultamos más (tragi)cómicos. Holy motors habla sobre “el cine”, claro, pero al tomar toda la imaginería religiosa para ello es imposible que no hable también de la vida, o incluso de la espiritualidad, con ese “despertar” del propio director al inicio del film, que es el mismo “despertar” de la nueva vampira de Crepúsculo, que se ha quedado sin alma y está muerta, pero que afirma que nunca se ha sentido tan viva. Decía, pues, que el autoimpuesto celibato de Edward en las primeras películas de la saga provocó la acusación de que la película era de catequesis dominical, obviando la evidencia de que en las taquillas de los cines se agolpaban chiquillas vestidas de uniforme a las que el chichi se les estaba haciendo pesicola. Sin embargo, el mismo gesto de autoprivación es aplaudido con entusiasmo cuando el duendecillo verde, evil twin de Amelie, improvisa una burka con la que cubrir a Eva Mendes, para así empalmar y yacer dócil a su lado.

Me pregunto si soy el único en España que ha visto —y disfrutado como un enano— las dos películas en sesión doble. Inmejorables condiciones para compararlas, ver cómo se manejan en coordenadas similares, pero también con algunos puntos de fuga significativamente distintos. Para empezar, el formato: esa consecución de escenas o cuadros de santos que es Holy Motors, frente a toda una saga de películas en Crepúsculo. La yuxtaposición en la primera facilita la comprensión de una lógica más libre y próxima a los sueños. Por otro lado, escribe mi amigo Jordi que las dos películas que cierran la saga Crepúsculo son “francamente divertidas”. Debería superar la distancia entre entregas, hacer memoria, y revivir cómo se reían las adolescentes, desde la primera película, cada vez que Jack “abs” ejecutaba el sencillo movimiento de quitarse la camiseta. Conclusión: toda la saga es francamente divertida; lo que pasa, Jordi, es que nos hacemos viejos y cascarrabias. Para el público talludito está Holy Motors, en esa sucesión de encuentros hombre-mujer nunca, nunca, consumados, porque ahora estamos más preocupados por ser los primeros en ver un estreno que por ser los primeros en follar. En que LeOS CARax nos vuelva a vender como nueva la ecuación que tatuó Hollywood a nuestra generación: cine = vida. Para la chavalería que viene, vida = sexo + muerte, es decir, el erotismo, en el que se van introduciendo con dosis homeopáticas, como se lleva ahora con los Buffies, los Harrypotters, etc. El éxito de crítica de Holy Motors no viene tanto por el eso postmoderno del cine que habla de cine, sino por su acercamiento a la poética. Acercamiento que coge desprevenido al crítico que sospecho poco habitual de las galerías de arte contemporáneo o los libritos de poesía, acaso los últimos reductos donde la poética no ha perdido su prestigio, como ha ocurrido en el cine. Nadie familiarizado con, en fin, di tú un Bill Viola, di tú una Pipilotti Rist, quedará embelesado por los personajes y escenas de Holy Motors, más cercanas por otro lado a un, di tú, un Michael Gondry, otro que dicen que también hace video-arte. Menuda chorrada eso del video-arte; ¡como si existiera la escultura-arte o la pintura-arte! El cine siempre fue video-arte, monopolizado hoy por el formato popular como Crepúsculo —Lynch et altri como excepciones—, y andamos en tales estados carenciales de poesía con enjundia que una película como Holy Motors parece que nos devuelva la salud a pesar de sus numerosas torpezas y el sota–caballo–rey de sus planteamientos. Y os juro que, cuando “despertéis” del hechizo, las canciones escritas para la película, y que afortunadamente aparecen al final de la misma como estrategia de control de daños, resultarían bochornosas incluso en una película de irónica confección cursi como son las que arrancan la saga de Crepúsculo. No se si me avergonzó más la letra o la música. Así os lo digo. Con lo que yo quiero a Kylie.

Me gustará más, por otro lado, la lectura política de la saga Crepúsculo. Si bien ambas cintas compartirán el sentimiento con Zizek de que “si algo no ha enseñado el capitalismo es que es indestructible”, en la de Carax todo es resignación, mientras que en la de Meyer existe la opción juvenil de plantar cara y crear espacios de resistencia mediante la comunidad y lo (pro)común, que no será en ningún caso una vuelta a la edad media (como pretendía la vieja dinastía de vampiros rumanos), sino una tensión futura constante con los vampiros mercaderes italianos. Por eso resulta tan liberador y refrescante el entreacto de Holy Motors, el único momento feliz de agencia colectiva.

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