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Jorge de Cascante Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo— 22-11-2012

De haberme dicho alguna persona viviendo yo en San Payán de la Frontera que iba yo a tener un trabajo como el que tengo en la Gran Ciudad y que iba yo a poder ver las luces de neón y las otras luces quiero decir las luces de la Navidad colgadas en las calles en directo pues no me lo habría creído pero ya ves tú. Nada mejor en esta vida que un neón bien puesto. Ahora que llevo casi un año en Madrid puedo al fin comparar mi Yo de Ahora con mi Yo de Antes y las cosas que hacía y los sueños que soñaba y entender muy bien que estoy mucho mejor así como estoy que así como estaba. No es igual vivir en el sur que vivir en lo que no es el sur. En San Payán de la Frontera puedes trabajar en la vendimia o en la fábrica de calzado, pero en Madrid puedes hacer lo que quieras. Yo, por ejemplo, llevo ya nueve meses trabajando en la cocina de la franquicia de la cadena comercial “100 Montaditos” de la calle San Francisco de Sales número treinta y seis. No me puedo quejar, preparo un montón de montaditos todos los días. Aquí en Madrid estoy apuntado a un gimnasio, todavía no se me nota pero hay que tener paciencia; hago bici, curl de bíceps con mancuernas y press banca todos los días: esto en un pueblo como San Payán es impensable. En la puerta de nuestro “100 Montaditos” tenemos un cartel que dice que “nuestros montaditos deleitan por igual a los conocedores de su gran sabor y a los que se acercan a ellos por primera vez”, esto es como decir que a todo el mundo le gustan nuestros mondaditos. Y no sé a ti pero a mí me parece que todo el mundo no es ninguna broma.

En el pueblo se me rieron a la cara cuando dije que me iba a vivir a Madrid, pero ahora tengo un trabajo y una novia y me he comprado el teléfono móvil con los mensajes gratis de whatsapp. ¿Quién se ríe ahora? Pero también es verdad que lo del teléfono móvil es lo que se conoce como “un arma de doble filo”: es divertido pero ata mucho. El teléfono, Facebook, lo de que la gente pueda ver la música que estás escuchando y en qué restorán has comido. Es por estas cosas que mi jefe y mi novia me tienen en un puño, no se les escapa ni una. A veces me siento como parte de ese invento que venden en algunas tiendas que consiste en que una pelota viene unida de serie a una pala de ping-pong a través de una cuerda elástica siendo mi novia y mi jefe la pala de ping-pong y yo la pelota que siempre vuelve. Mi jefe al menos me trata bien, me dice que soy un crack de los mondaditos y me llama Mondadito-Man. “¡Mondadito-Man, te necesito!”, me dice. Yo la verdad es que me parto el eje del cuerpo de la risa, pienso que hay que disfrutar los pequeños detalles. No hay frío sin calor.

Mi programa preferido de la televisión es cualquiera en el que salgan deportes: para mí, deporte es igual a vida. El tenis, el fútbol, el balonmano, el billar. Me los veo todos, es lo mejor. Cuando veo los lanzamientos de dardos en Eurosport me acuerdo siempre de Lorenzo, el chico que atiende los pedidos en el “100 Mondaditos”, que me han dicho que juega muy bien. Lorenzo lleva camisetas negras de grupos de música, para él la música es como para mí el deporte. Es un chaval muy majo, regala patatas chips a los clientes y se sabe los números de referencia de todos los montaditos, desde el uno hasta el cien, ¡qué cosa más loca! Le dices: “ochenta y cinco”, y te dice: “caballa con pimiento verde”. Le dices: “treinta y dos”, y te dice: “sobrasada y queso brie”. Es como un ordenador personal dentro de un cerebro humano. Hay que verlo para creerlo, porque el número cien ya se sabe que es el hot-dog cheddar, pero el resto… hay mucha zona muerta en ese menú. El sesenta y tres, por ejemplo, es un montadito de nocilla con crema de queso azul y lacasitos de seis colores diferentes por encima, esto mucha gente lo pasa por alto pero está escrito en letras grandes en la pared. Si me mola tanto Madrid es por personas como Lorenzo, monumentos a la excelencia, prodigios, el relámpago en la botella.

El “100 Montaditos” está siempre limpísimo, es como un hospital nuevo. Y nosotros tampoco es que limpiemos tanto, porque limpiar cansa. A veces antes de irme a dormir cuando me lavo los dientes imagino que cuando no estamos en el local por las noches unos duendes lo inundan de agua y lejía y luego lo vacían y por eso está como está por las mañanas. Pero ya sé que seguro que no es por eso.

En el trabajo con quien mejor estoy es con Lorenzo, que es muy callado y sólo habla cuando tiene que hablar. Siempre delante de la caja registradora, como un tótem indio. Con mi jefe y mi novia me rio, pero no es lo mismo. Lorenzo es mi amigo, cuando alguien me toma el pelo me dice que no les haga caso, y una vez volcó un vaso rojo lleno hasta arriba de cocacola encima de la cabeza de un niño que me había estado escupiendo pelotitas de papel chupadas y luego se asomó a la cocina y me dijo: “no sufro a los imbéciles pero me gusta ver a los imbéciles sufrir”. No sé si Lorenzo es gay, pero me gustaría que lo fuera, lleva el pelo largo, es posible que sea gay. Yo también puedo pasarme a gay si quiero. Según internet ahora mismo en el mundo hay bastante gente que de repente se vuelve gay, gente de veinticinco años, cuarenta, sesenta. Si tengo un teléfono móvil y un Twitter y un lector de libros digitales y unas chancletas, ¿por qué no voy a poder yo ser maricón? Vivimos tiempos de cambio. A mí hacerme gay ni me gusta ni me disgusta, pero si me sirve para pasar más tiempo con Lorenzo seguro que me compensa. En Madrid no importa que seas hombre, mujer, negro, sudaca, pobre o chino. Da igual la edad que tengas. A esta ciudad nunca llegas tarde.

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