El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

La madre del hostias

Joan Ripollès Iranzo Como no te apartes tú— 15-10-2012

La señora lleva el pan y cuatro cosas, no es la compra de la semana, desde luego, pero la cola da para entretenerse hablando con una vecina sobre el mal cariz que va tomando el cosmos. Le espantan tanta plantada de indignados, la amenaza de huelgas, el incremento en el número de manifestaciones… “Mi hijo dice que esté tranquila, que no va a pasar nada, pero cuando veo que les tiran esas vallas y esas piedras… Cualquier día me lo traen desgraciao.”

Ahora entiendo, como usted, que es la madre de un antidisturbios y que, dada la situación, no le queda otro remedio que ver el mundo desde otra perspectiva. Al fin y al cabo, el propio Pasolini dedicó poemas y columnas a llamar la atención sobre el origen humilde de la mayoría de agentes policiales, lo que los convierte en un instrumento del poder para enfrentar a la masa popular consigo misma.

No he entendido nunca muy bien por qué la gente se hace policía. Comprendo que a uno le tire lo criminal, investigar, meterse en la cabecita del carterista, el butrón, el timador, el asesino… Me creo incluso que existan personas con una marcada vocación de servicio público a las que les satisface sacar de apuros a sus semejantes. Pero, ¿a quién le apetece de verdad ser antidisturbios?

Sí, vale, según se mire, en el mundo de guerras humanitarias teledirigidas desde el aire en que vivimos, éste puede ser el último reducto para la lucha cuerpo a cuerpo, el último bastión de los modernos espartanos —en cuyo caso, piedras, cascotes, vallas, contenedores y cócteles Molotov no son sino un acicate más para echar la adrenalina a chorros—. Pero eso no le apetece a tanta gente.

Horas de entrenamiento, estímulo marcial y mantras corporativistas, te subes a un furgón que te lleva donde convenga, abren la puerta y, cuando no ejerces de pastor o muro de contención, sales corriendo a dar hostias al que se te ponga por delante. Algo que, ciertamente, no se puede hacer en circunstancias normales y que podría justificar el ingreso en el cuerpo de todos aquellos sujetos portadores de una alta carga de agresividad, pero no lo suficientemente grande como para enrolarse en el ejército, donde matar es legal y te pagan por ello.

La madre del hostias deposita el pan y el resto de la compra sobre la cinta transportadora. La cajera va pasando cada producto por el detector y yo dejo mi cesto en cualquier rincón para salir de vacío a la calle. Quiero saber quién es de verdad esa señora. Simulo mirar el escaparate de la tienda de al lado y, cuando la veo alejarse unos metros, empiezo a seguirla. Son pocas calles, da la vuelta a la manzana y se sienta en un banco de cemento, bajo un arbolillo mal enderezado que proyecta su sombra anémica sobre una plazoleta de arena.

Parte un trozo de pan, descabezando la barra, y va desmigando lo blanco, desperdigándolo por el suelo. Enseguida acuden las palomas, grises y negras, alguna con un reflejo azulado. A un lado de la plaza, un negro alto y corpulento busca metales en los contenedores para meterlos en su carrito de la compra. “¡Muchacho, muchacho!”, grita la mujer, hasta que el joven se le acerca. “Mira a ver si me puedes abrir la bolsa, hazme el favor, que no tengo uñas.

Las manos abren sin esfuerzo la bolsa de aperitivo. La mujer le invita a picar. El hombre es musulmán, no come cerdo. “Tú sí valdrías para trabajar donde mi hijo, con esas espaldas.” El hombre ya ha vuelto donde está el carrito y sigue remontando la calle. Una vecina echa un cubo de agua jabonosa sobre la acera y tengo que abandonar mi escondite, justo detrás de una furgoneta negra.

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