El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Odio el fútbol

Jesús Palacios Lucifer Rising— 02-07-2012

Yo nací cuando existía un montón de gente que odiaba el fútbol. Crecí en el tardofranquismo y la Transición —que transitaba hacia esto, aunque entonces no podíamos saberlo—, y todavía una gran parte de la intelligentsia consideraba y decía abiertamente que el fútbol —y los toros, claro— eran el panem et circenses con que Franco y su gobierno habían controlado España, al menos en buena medida. Poco importaban la censura, la explotación, la persecución política, el atraso, si la Liga iba bien, si el equipo de cada uno jugaba y ganaba, si la Selección se destacaba, poco o mucho, en los grandes trofeos. Las dos Españas eran entonces la del Real o el Atlético de Madrid —como siguen siéndolo hoy—, y no otras que interesaban poco o nada. Pero al menos los intelectuales, los políticos, los pensadores —algunos de ellos en el exilio, algunos en prisión, otros en la Universidad—, se permitían el lujo de despreciar el fútbol como institución, como profesión y como escaparate de un país bajo la dictadura, que utilizaba el balompié y sus héroes como distracción que apartara al “pueblo” de cualquier impulso rebelde, revolucionario o democrático.

Entonces, este odio y desprecio hacia el fútbol, y el deporte como espectáculo en general, me parecían un tanto exagerados. Incluso impostados. En cuanto cayeron Franco y el franquismo —de viejos y muerte natural, no crean—, el deporte rey empezó a ser reivindicado por intelectuales y artistas, escritores y cineastas, más jóvenes y “liberales”, que no habían vivido el fútbol como huevo de la serpiente franquista, y lo reificaban como espectáculo popular e intrínsecamente democrático. Como pegamento entre las clases y motivo de orgullo nacional, nacionalista y supranacional, desprovisto de odios, resquemores y connotaciones políticas (todo falso, claro). Se publicaron antologías de “cuentos de fútbol” por ilustres autores. Las mujeres se aficionaron al fútbol —más bien a los futbolistas, pero qué más da—, perdiendo así el sambenito de deporte machista. Y, de repente, decir que no te gustaba el fútbol era dártelas de listo. Ser clasista, elitista y hasta antidemócrata. Ir de exquisito. Y mentiroso, porque… ¿a quién no le puede gustar el fútbol? Conste que tengo grandes amigos, buenos y cultos amigos, a quienes les gusta y hasta entusiasma el fútbol. Esto no va con ellos… O a lo mejor sí.

El caso es que a mí, que era muy pequeño para participar del antifranquismo como motivo de rechazo al fútbol, o del antifutbolismo como motivo de rechazo a Franco, pero nunca me había gustado, nunca me ha gustado y sigue sin gustarme el fútbol, me ha pasado algo curioso. Casi tragicómico. Me he convertido en el último español que odia el fútbol. Que no sólo sigue creyendo que fue un artefacto apoyado por Franco y el franquismo para el control de la población adobada, sino que está completamente seguro de que hoy, más que nunca, sirve para controlar más y mejor a TODA una población adobada y aderezada para su consumo. El lavado de cerebro es ahora mucho más completo, absoluto y eficaz de lo que nunca un dictadorcillo como Franco hubiera podido soñar. Porque hoy por hoy no hay ninguna voz que se alce y diga: ¡a la mierda el fútbol! No está bien visto. No es bueno para el país —que se va a la mierda, con la excepción de los futbolistas de élite, claro—, no es bueno para la moral del ciudadano, en un momento de crisis y depauperación socioeconómica.

No hay donde esconderse. Puedes decir que no te interesa el fútbol. Pero incluso así, estás obligado a confesar —bajo tortura psicosocial digna de un Torquemada posmoderno— que aunque no te gusta, aunque no ves los partidos, aunque no “eres” (porque la gente es así: “pertenece” a un equipo y no a la inversa. Lo llama “su” equipo, por maligna deformación sintáctica al servicio del Mal) de ningún equipo, sí que ves, faltaría más, los partidos de la Selección. Porque esos hay que verlos. Y hay que “ir” con ella, naturalmente, con la “nuestra”. Antes, cuando era joven y bárbaro, no me importaba disentir, discutir, hasta pelear diciendo la verdad, en el bar, en el instituto o la universidad, en una cena de colegas, en un bodorrio, con los amigos o amigas de mi novia, de mi hermano… Pero ahora, cuando ya no soy joven y solo soy bárbaro, prefiero callar. Porque en ese partido siempre, siempre, siempre, llevo las de perder.

Hubo un tiempo en el que más de uno habría estado de acuerdo conmigo: el fútbol es una mierda. Una que hiede a dinero negro, abuso de poder, sociedad del espectáculo, violencia institucional e institucionalizada, lavado de cerebro, distracción ante el desgobierno, propaganda oficial, engañabobos… Incluso algunos que gustaban del fútbol como deporte quizá una vez lo fue, admitirían que como espectáculo, como institución, está corrupto y manipulado hasta el exceso. Creo en Dios, sí, pero la Iglesia organizada no es Dios, sino su impostura humana, demasiado humana, dicen algunos ingenuos. Sin embargo, hoy, cuando escribo estas líneas, nadie suscribiría tal tesis. Porque hay que ser cabrón, pesimista y mala persona. Joder, con lo mal que lo estamos pasando, déjanos disfrutar algo.

Terrible. Antes, la dictadura tenía que imponer, poco a poco o a lo bestia, una línea de pensamiento que despertaba, naturalmente, sospechas y oposición: dar “pan y circo” al pueblo mientras se le explota y denigra. No era algo nuevo, pero tampoco bueno. Ni moral, ni ética, ni socialmente. Ni en la práctica ni en la teoría. Ahora la gente sabe que vive solo de fútbol —poco pan y mucho circo—, sabe perfectamente lo que esto significa, por qué es así y no de otra forma, y no solo no lo critica, se rebela o lucha por cambiarlo. Lo defiende. Ha ganado La Roja (antes la Roja era La Pasionaria, qué cosas), hemos ganado todos. ¿Qué hemos ganado? Yo, nada. Ni orgullo nacional, ni hostias, con perdón. En mi opinión, el partido se perdió hace mucho, y vivimos una prórroga en la que hemos llegado más lejos que nunca y nos han metido el penalti definitivo: nos vamos a la mierda, sabemos cómo, por qué y quiénes nos mandan a ella. Pero no importa. Porque tenemos a la Roja (bueno, y a Alonso, Nadal y los demás. Odio el deporte en general) y aunque sea consuelo de tontos, eso es lo importante de verdad.

Salvo por una cosa: no me gusta el fútbol. Ni siquiera los partidos de la Selección Nacional. Me importa un pito quién gana. Solo sé quién pierde: yo. El último español al que no le gusta el fútbol. Pero los demás españoles, aunque no lo quieran creer, aunque lo sepan y finjan, aunque les cueste admitirlo, también pierden. Han perdido hasta la libertad de que no les guste el puto fútbol, hasta la libertad de decirlo en voz alta. Menos mal que pronto todos jugaremos al fútbol como antes: con un bote de colacao vacío —después de rebañarlo con los dedos chupaos de saliva—, a patadas con las zapatillas rotas y medio desnudos, en mitad de las calles derruidas de la ciudad, mientras en los campos de fútbol abandonados crecen matojos y arbustos requemados por el napalm, y en las gradas, millones de esqueletos aplauden el triunfo final de la Selección. Solo que será la Natural y no la Nacional la que habrá ganado el partido.

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