La hora atómica

El Butano Popular

Trece

Noche de invierno, de imaginaria pero al buen confort. Pienso en si portarme bien o ir a beberme todo el poblado por los conductos bucales. Reviso mi conducta del día y se me viene a la mente, como si todo yo fuera nueve de cada diez especialistas, que lo que peor sienta es siempre la medicina propia. Tengo que establecer unas reglas. Establecerme en unas reglas.

Salgo al frío, siempre de noche (estas cosas sólo pueden escribirse de noche porque de día no se sostienen), y vuelvo y escribo y fumo intentando no darme tiempo a escribir, pues de eso se trata aquí y ahora. Destinar energía a hacerse entender me parece un derroche, ha de ser el mundo quien haga el esfuerzo, alguien ahí fuera, y así el que escriba podrá dedicar sus herramientas a intereses mayores, más atroces. Esta noche escribo con andares de Danny Succo y cuando hago una pausa en mi masturbación mental me topo, en pleno orgasmo, físicamente, moralmente, con el rostro desafiante de Rupert Everett en la portada de un libro funny, outrageous and extremely well written. Leo eso en éxtasis, de un vistazo, desde las alturas, no puedo zafarme del reclamo, pero no me molesta ni hay perjuicio, pues de no ser terminante en mi heterosexualidad, de ser capaz, en el día de los grandes relatos, de abocarme —sin drogas— a una herramienta, tal vez escogería la de —cierto— Rupert Everett, aunque compré su libro hace tiempo pero no lo he leído porque está en un inglés muy colmado, que no me sé.

Me encuentro escribiendo aquí y ahora como esas personas que parecen pasar la vida esperándose, esperando lo que esperaban de sí, en esa actitud que no lleva a nada. Así que claudico, cepillo esto que me aflora del esqueleto con un dentífrico serio y arenoso, magnífico, caminando la casa ensimismado, tocando las plantas, y vuelvo y cierro aquí y se lo envío a Carlos y apago todas las luces y me acuesto con la puerta del piso abierta, a ver si a media mañana entra el perro aquel tan alegre de la vecina del quinto que entró una vez cuando yo salía.

Rubén Lardín

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