El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Día de la victoria

Grace Morales Creaciones Madrid— 22-12-2011

Bueno qué, ¿vamos a votar o qué?
… Si te empeñas…
Entonces, ¿para qué has venido?
Es que yo he quedado para una paella en casa de…

Mi madre me fulmina con la mirada, y yo, que antes que volver a ver los ojos ardiendo de kriptonita prefiero saltar por el balcón, me pongo el abrigo, la agarro del brazo, y nos vamos las dos camino de la fiesta de la democracia.

No acompaña el día, la verdad. Es un domingo oscuro, de los que declaraba mi padre “de misa y sesión continua“. Llueve a cántaros, pero parece que eso no desanima a las personas. Al revés: las calles del barrio están llenas de paraguas. No en plan la coreografía sublime de Sparrow, de Johnnie To, porque esto no es una postal de Hong Kong sino un barrio de Madrid, ni nosotras somos gente del hampa oriental, más bien grupos entre la treintena y la cincuentena, con muchos carritos impermeables de bebés, que acompañan a sus mayores a votar. Podríamos llevar, sin embargo, los paraguas-neones de Blade Runner (ya hemos llegado a ese punto, creo yo, cutre-derrotado y futurista), pero el artilugio, sorprendentemente, no se puede encontrar en ninguna de las tiendas de chinos de la zona. Aquí sólo tienen el paraguas con funda, en plástico tradicional, tamaño grande o compacto, fabricado para desmanganillarse en veinte aperturas. Para pillar el luciente, habría que dirigirse a Internet o a un espacio creativo, de los que celebran eventos.

Subimos la calle, decía, hijos, hijas y algún nieto pillado a traición cuando venía de empalmada, sorteando coches, vallas de obra y charcos, sirviendo como escolta, arropando a una legión de ancianos y ancianas que se ha empeñado en salir este día de perros con destino a su colegio electoral, y allí dejar constancia contundente de su voluntad democrática. Los jubilados van decididos, con la cara bien alta; nosotros, sus asistentes, hacemos como que miramos para otro lado cuando nos encontramos con un conocido, disimulamos con gesto de circunstancias, sonreímos nerviosos intentando comunicar telepáticamente “no, si yo no quería, pero él/ella se ha empeñado“, “no, si yo ya no estoy empadronado aquí“, “no, si yo creo que ya no soy ni español, ni siquiera persona“ y el otro/a nos devuelve el mismo rostro incómodo.

En la puerta del colegio hay un tumulto. Podría haber sido el colegio al que fui de pequeña, pero no. Es muy parecido, también religioso, con el mismo relieve naif de primeros de los setenta, ese de la virgen y el niño que se ha plasmado en miles de estampitas, medallas de comunión y recordatorios de confirmaciones y decesos infantiles, esta vez en formato king size sobre la entrada. Creo que nunca he visto tanta gente de edad avanzada reunida, haciendo además tan malo. Pero aquí estamos, todos peleando por entrar, con tantas ganas, que no dejamos salir a las abuelas, que esgrimen sus paraguas para abrirse paso entre los imprescindibles carritos de bebés y la tercera edad llamada al voto. Hay empujones, algunos gritos, y el policía se ha transformado en portero de garito intentando a duras penas manejar la cola. Entre los que quieren abandonar el colegio veo a un superviviente de la Era Yonki, convertido ahora en esqueleto vestido de domingo que acompaña a una anciana de más de mil años, los dos sin pelo y sin dientes. Me acuerdo de la animación que había en la puerta de la discoteca Sandokán, muy cerca de donde estamos ahora, cuando aquel espectro se encontraba en la plenitud química, y me pregunto si alguna vez pensó que terminaría así, de mayordomo fantasmal, un triste día de elecciones del futuro.

Pero hay mucho más. Hemos conseguido entrar y mi madre va saludando a los vecinos con su voz alta y modulada, de esas que imponen, que parece que de un momento a otro te va a caer un charlón o una reprimenda. Salimos al patio para acceder a las clases y está arreciando la lluvia, la gente se apelotona contra la pared para no mojarse y aquello es como si estuviéramos esperando para un concierto o la entrega de unos donativos. Han bajado todos los viejos a votar, y cuando digo todos no exagero: ancianos en sillas de ruedas, personas muy mayores que no habíamos visto en años y creíamos criando malvas, gente con mascarilla, vecinas ciegas rodeadas de hijos, caminando a tientas hasta la urna y sacando cuidadosamente del bolsillo del abrigo el sobre, como si dentro viniera la paga extraordinaria. A mí me ha dado la risa, pero mi madre, que está, digámoslo suavemente, un poco escandalizada, no puede contenerse y dice con su voz más alta y más modulada que sólo falta que aparezcan los camilleros del asilo con los enfermos en parihuelas. Entonces, un representante de un partido político se dirige a ella y le explica muy amablemente que los enfermos ya han podido votar por correo, y con todas las garantías. Ella se enfada más, yo me aguanto una carcajada. La risa floja, como en clase.

Mientras mi madre escoge con rapidez y decisión la papeleta de su formación favorita, yo me quedo mirando los montoncitos, leyendo los nombres de los candidatos. Este año ni siquiera hay variedad de grupos bizarros, todos parecen igual de vulgares, como si ya se hubieran dado por vencidos antes de tiempo. Mi madre me mete prisa, pero yo estoy en blanco, no soy capaz de elegir ningún partido. Tengo una lista de objeciones insalvables, inconvenientes estéticos, sociales, hasta problemas que atañen a la teología y la geometría por los que me resulta imposible escoger un partido político que suponga incluso, como sé que han hecho muchos, lo de la hipótesis del menos malo en este desconcierto, en el estupor a que ha sido reducida mi vida como ciudadana española. Pero mi madre amenaza con darme un coscorrón con el paraguas, así que hago lo que han hecho muchos. Votamos en medio de un temporal de abuelos chorreando y salimos, después de sortear a otra pequeña multitud paralítica. Ella, camino de casa, y yo, a la paella.

Por la noche, con la supervictoria superpopular en la tele, hablamos otra vez. Mi madre está más enfadada si cabe que a mediodía, y yo trato de calmarla, asegurando que sí, que es un horror, pero también lo era antes, pero que no se preocupe, que lo mismo en unos meses nos bombardea la Luftwaffe o terminamos siendo una provincia meridional de los Países Bajos, con un gobernador de pelo a cepillo que habla más raro que este señor que van a colocar.

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