El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Animales Salvajes

Grace Morales Creaciones Madrid— 18-11-2011

Papá tiene recuerdos muy agradables del zoo de la Casa de Campo. Fue hace muchos años, él era muy pequeño, pero sí, agradables.

Papá está de vacaciones, y queda una semana para ir a la playa. Este año toca la isla de Mallorca. Quincedíastodoincluido en un resort donde han asegurado por escrito que cada tarde se realiza un evento para los niños y los papás: disfraces, magos, canciones, fiestas temáticas, paseos en pony…

Mamá también está libre antes de salir de Madrid, pero tiene muchos eventos que atender en torno al ocio y la belleza. Papá se ha quedado solo, sus vecinos de la urba, con los que dedica varias horas semanales al deporte y los cursillos de enología, se han ido fuera. Los niños este mes no tienen colegio, pero tampoco van a la ludoteca, ni pueden seguir con sus actividades extraescolares.

Papá lleva a sus niños a la piscina de la urba todas las mañanas, pero hay que moverse más, no se puede estar allí, sin hacer nada. Hay que ser más dinámico. Proactivo, como en el trabajo. Tiene que inculcar a sus hijos esa idea.

Por eso, porque hay que emplear el tiempo libre en tareas lúdicas, pero siempre con un elemento educativo, ya han ido al parque de atracciones, al tour por el Santiago Bernabéu y a Xanadú. Al centro comercial de Xanadú, con sus tiendas, restaurantes y pista de nieve artificial va mucho la familia porque está relativamente cerca de casa. En la última visita sucedió un hecho extraño. Habían estado todo el día, como siempre, comprando, bebiendo y comiendo, los niños carrera arriba y abajo, resbalando por los pasillos, y mamá hablando sin parar de ciertas cortinas y mamparas que había instalar en casa, cuando de repente papá se empeñó en montar en el circuito de karts.

—Mira, no sé, que le dio por ahí, que nunca había hecho caso a lo de los coches, pero sin decirme nada se fue para allá y tuve que esperar con los niños, yo sola, plantada, que estaban imposibles, ya se querían ir al coche, pero no te creas que fue una sola vez. ¡Se montó dos veces! y cuesta más de quince euros, no te digo nada, como un niño chico, dando vueltas como un idiota. Luego estuvo un día en el sofá sin poder moverse de las agujetas. Con moratones en las piernas. Como un idiota. Nosotros esperando, y él dando vueltas. Y yo, sin hablarle, claro.

Papá ya ha llevado a sus hijos a Faunia. En dos ocasiones. La primera, el día del accidente en la M-40, que retrasó la excursión más de dos horas, por eso sólo les dio tiempo a ver el lago con los flamencos rosas, un soso bosquecillo con más aves y ardillas raras, y La Granja, donde los críos se quedaron todo el rato, admirando a los burros, las cabras y los cerdos, que decía mamá que vaya pérdida de tiempo con animales tan vulgares. Aún así, mamá tiene varias fotos de esa excursión. En una de ellas, salen los niños asomando la cabeza de dentro de unas estatuas gigantes de conejo, una a cada lado de otra estatua idéntica, pero ésta con cabeza de animal y sin cara de niño. A mamá le gustó tanto, que la imprimió y la tiene enmarcada en una estantería. Menos mal, porque estuvo el camino de vuelta quejándose de lo cara que había sido la entrada, para al final no ver casi nada.

La segunda visita fue en primavera, cuando el pequeño se puso malo tras comer en la hamburguesería El Topo, de la docena de restaurantes temáticos, y la mayor se pegó con un amiguito. En esa ocasión iban con un grupo de padres de la urba, porque iba a ser una experiencia más educativa, más lúdica, y más barata, gracias al descuento por grupo. La mayor quería ver al pez Nemo, y por lo visto, el niño no le dejaba. Entonces ella le dio un empujón que lo estampó contra el suelo. Papá no se enteró, porque estaba consultando las noticias en su teléfono móvil. El niño mide tres cabezas menos que Olivia, su hija mayor, y siempre está llorando, pero papá tuvo que simular un enfado grave y solemne con el padre de Mauro, que así se llama el niño, Mauro, porque mamá sugirió, muy nerviosa, que podrían estar ante un maltratador en potencia. Ese día sí lo vieron todo, entre vómitos de Bosco, el pequeño, y capones de Olivia, la mayor, a los niños: los canguros, los cocodrilos, los suricatas… Los lémures hicieron gritar a la mayor, a Olivia, y sus alaridos se contagiaron a las otras niñas, quienes siguiendo la consigna de Olivia, decidieron que “esos monos eran muy malos y tenían que estar muertos“. Tras el incidente, y con Mauro llorando sin parar, tocaba ver el Noctuario y la Cueva de las serpientes, pero las mamás decidieron que los niños no estaban preparados para ver bichos a oscuras, que podía ser una experiencia muy traumática, así que regresaron a casa sin ver las arañas y las anguilas eléctricas. En el Ecosistema de los Polos fue donde todos los visitantes lo pasaron mejor. Los pingüinos eran tan graciosos y tan iguales a los de los dibujos, que se quedaron encantados. Además, se iba a celebrar una boda en el ecosistema artificial, cosa que dividió a las mujeres entre las que pensaban que era una idea encantadora y las que, como mamá, consideraban que era lo más hortera que habían visto en su vida.

Papá recordó los detalles de la boda con mamá. Si no hubiera sido por su suegro, que pagaba la celebración y advirtió que cualquier comportamiento poco decente terminaría ipso facto con el compromiso, la pareja se habría lanzado desde un helicóptero al jardín del salón de bodas, un capricho de mamá. Pero de eso hacía mucho tiempo.

Papá lo que quiere es llevar a los niños al zoo de la Casa de Campo. Siempre le gustaron, cuando era pequeño, las excursiones con sus padres y hermanos. Tiene buenos recuerdos, muchas fotos, hasta pósters de las exposiciones y calendarios. Le encantaba el cañaveral de las nutrias, el foso de los felinos, las tarimas de piedra decoradas al estilo de la jungla de Hollywood para mostrar a los monos, los elefantes o los osos. Su zona favorita era la exposición “Naturaleza Misteriosa”, la de los terrarios con las serpientes.

Bueno, allí no podrían entrar, por lo del posible trauma de la infancia, pero a los niños seguro que les gustaba el show de los delfines, y, bueno, los simpáticos pandas.

Mamá, después de lo de Faunia, fue oír “zoo de la Casa de la Campo” y torcérsele el gesto. Pero como había que hacer actividades en familia, accedió. Papá tenía muchas ganas, iba a meter a mamá y los niños en su álbum de buenos recuerdos de la niñez, completar su círculo de felicidad.

El zoo de la Casa de Campo era, sí, un poco como él recordaba. En realidad, ahora se llamaba ZooAquarium y había muchas más cosas que antes no estaban. No sólo nuevos animales con sus hábitats prefabricados, sino también tiendas de souvenirs y despachos de comida rápida por el recorrido, decorados con un estilo entre chiringuito del Lago y puesto colonial con anacronismos. Papá sólo recordaba el merendero y la comida que se traían de casa.

La visita fue bien. El pequeño Bosco se sentía feliz, porque pudo ver a uno de los pandas tras una hora esperando que saliera de su cueva, y, sobre todo, porque había muchas hamburgueserías y podía pedir comida cada quince minutos. Olivia, la mayor, estuvo un poco antipática. Aunque se quejaba del olor y unas veces era que los animales no hacían nada y otra es que eran muy feos, no llegó a tener un berrinche serio, de los suyos. Mamá también estuvo bien tranquila, quizá un poco ausente, con su nueva cámara de fotos.

Todo fue bien casi hasta el final, cuando llegaron al foso de los monos babuinos. Había bastante gente alrededor, muchas familias contemplando las escenas a través de lentes digitales. Los niños tiraban fruta, caramelos, hasta bocadillos. También pequeños y mayores arrojaban papeles, vasos de papel y envoltorios de golosinas; de hecho, el suelo del foso era una especie de vertedero con animales, sólo faltaban los pájaros de la basura. Mientras mamá miraba con cara de asco, no se sabía si por la suciedad o por los monos, entre las llamadas a gritos de los visitantes, que de algún modo creían que los babuinos podían entender su requerimiento para posar o recoger sus chucherías y hacer con ellas algo gracioso, y se enfadaban porque los animales no miraban al objetivo, sino que ignorando a los visitantes seguían inmersos en su rutina artificial, se produjo una pelea. Un mono grande se lanzó sobre otro un poco más pequeño y comenzaron a morderse y saltar y rodar por el suelo, entre grandes chillidos, mientras las hembras ponían a salvo a las crías. Los niños enmudecieron y después alguno empezó a llorar. Colmillos, garras y sangre. Los padres, atónitos, no sabían qué hacer. Papá cogió a Bosco, el pequeño, que ya estaba vomitando, para llevárselo de allí, pero Olivia se quedó quieta, mirando fascinada. Mamá, tras tomar una serie inolvidable de fotos, le dijo a papá que nunca volvería a un sitio tan poco civilizado y tan sucio.

Papá había pensado rematar la semana pre vacaciones con un día en familia en el Safari Park de Aldea del Fresno, pero creyó conveniente volver a Xanadú.

Y al circuito de karts.

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