La palma y el león

El Butano Popular

Sobrevivir al desastre

Una reflexión crítica sobre el manual de supervivencia aérea

Primero, lo que todos sabíamos pero nadie se atrevió a pronunciar: hay que sentarse atrás. Debo aclarar, sin embargo, que este manual ha sido escrito en la forma moderna y dospuntocero de un wiki abierto a todoquién, y no es totalmente inverosímil pensar que las aclaraciones de un verdadero experto en la materia hayan sido exorcizadas por el más exuberante colectivo. Esto confirmaría el esfuerzo de este manual como la típica proposición veritativa de sí misma, que resulta siempre tan satisfactoria. Pero si dudan de su funcionalidad, consideren primero: en un artículo sobre supervivencia no hay lugar para las ambigüedades del ingeniero y no queremos oír que la silla que no saltará en pedazos a la mínima bajada de presión cambia de fila según la marca del avión. La esperanza no es lo último que se pierde, es lo primero.

Los primeros serán los primeros

Desde un punto de vista semiprofesional (entendiendo como profesional al ingeniero, como no profesional a ustedes y como semi a aquel que, como yo misma, ha cogido más de 200 aviones en su vida), la revelación del asiento de atrás es tranquilizadora pero está sujeta a consideraciones. Porque, si el piloto es el único que ve acercarse el suelo —o el agua— y, además de las vistas, tiene los mandos, ¿no sería natural y humano que tratara de alejar la cabina lo más posible del impacto?

Aventuro que, si en el momento del desastre nuestro piloto no está durmiendo, bebiendo y/o entrevistando en profundidad a ningún miembro del personal de cabina, lo más probable es que intente aterrizar. Aun cuando la fatalidad haya convocado todas las premisas chungas del manual y haya fuertes ráfagas de viento cruzado y un sol bíblico que saca los ojos, se caiga el Visual Approach Slope Indicator System y la senda sea encrespada, de recogida crítica y dificultosa, el piloto bajará de morros, gritando “velocidad y pista” y levantando la nariz al final.

Piensen por un momento en ese levantar la nariz y valoren su relación con la tendencia –aparente en la documentación posterior que vemos en periódicos y partes noticiosos- del aparato a partirse por la mitad. Si hay relación causa-efecto, coincidirán conmigo en que lo más productivo es huir de la cintura y emigrar hacia los extremos. Una vez allí, deleitará a los viajeros de clase media saber que los pasajeros de la cola tienen un 40% más de posibilidades de sobrevivir que los de delante. Piénsenlo la próxima vez que miren con envidia a los que van en business: caerán con las piernas estiradas, pero caerán.

Asegurada la cola, lo siguiente en la lista es pegarse a una de las dos salidas de emergencia, pero nosotros sabemos que la regulación aérea tiene su puntillo eugenético. El Manual anima a los futuros supervivientes a que estudien con frialdad las instrucciones de emergencia y practiquen los gestos heroicos de la apertura de la puerta: arrancar la capa superior, tirar de la palanca hacia sus rodillas y arrojar la puerta al vacío, cediendo el paso para que salten las mujeres y los niños. Pero, si el pasajero es una dama de marco delicado, una azafata le sugerirá amablemente que ceda su puesto a un señor de proporciones más rotundas. Y, si la simulación que aconseja el manual llama la atención de la azafata chauvinista de antes, es probable que el responsable acabe de vuelta en la fila doce, que está en la mitad. Las compañías aéreas entrenan regularmente a su personal para detectar signos tempranos de flojera, desnutrición o demencia. Dicen que la puerta de emergencia pesa como el mismo demonio, y que ha habido pasajeros que en el momento del drama, han rechazado su labor salvadora y han preferido recitar a J. J. Benítez que desempeñar su tarea. O quitarse toda la ropa e insinuarse a las aterradas púberes de las filas vecinas.

De darse la componenda, mi consejo es que esperen pacientemente a que la azafata se vaya a encontrarles un sitio en el medio y escondan el chaleco de emergencia. Cuando vuelva, protesten enérgicamente para que se entere toda la tripulación. No sólo habrá desviado el interés de su posible cambio geográfico sino que el resto de pasajeros comprobará sus propios chalecos. Si tiene suerte y falta alguno, su iniciativa habrá salvado una vida y el avión tendrá un nuevo líder. Podrá sentarse en las rodillas del piloto si le viene en gana.

La importancia del protocolo aéreo

El Dress Code para un desastre aéreo es sencillo pero estricto. El viajero deberá viajar lo más cubierto posible y reconsiderar tanto los complementos, sustituyendo calzados que exponen los pies a las llamas, la gasolina ardiente y los pisotones, como las texturas, cambiando todo lo que se derrite al calor por prendas de pura lana. Hasta aquí, correcto. Pero El Manual añade una máscara de humo y, sorprendentemente, el modelo indicado resulta no ser la cómoda a la vez que favorecedora máscara tipo mosca de caucho que conocemos de los catálogos de dominación, sino una bolsa de plástico con un filtro ionizado pegado a la nariz que cuesta veinte cucas.

Es posible que, entre tanta Inteligencia Colectiva, al Wiki se le haya colado un comercial de la marca Medican, que además de las bolsitas antihumo también vende condones de dedos y que sea más seguro hacerse la suya con bolsas de congelar y el filtro de la aspiradora. Si no funciona, se habrá entretenido. Pero si funciona, podrá enseñársela a los periodistas después del rescate y levantar un imperio de mascarillas donde no se ponga el sol. Si quiere, también se puede fabricar unas googles para ver en la oscuridad y un reproductor de mp3 subacuático para los ratos muertos.

El Dress Code está indicado por motivos que van más allá de lo estrictamente molecular: aunque no es de buen gusto el abandono en el vestir y el aseo, tampoco lo son la licra, las plataformas y las hombreras de punta. Evitar la ostentación, buscando un estilo agradable, campestre y contenido fortalecerá la simpatía de los pasajeros. El resentimiento que despiertan esas mujeres exuberantes que flotan hacia su asiento en una nube de Shalimar es directamente proporcional a la satisfacción que produce dejarlas atrás en una fuga. Y recuerde: nada hay tan peligroso como ser mejor que los demás. En la antesala del desastre, sea los demás.

En otras palabras, no cabree al resto de pasajeros. Nueve de cada diez sociólogos aseguran que el sonriente viajero políglota que duerme con la boca cerrada y sonríe a los bebes tiene un 98% más posibilidades de sobrevivir en un accidente aéreo que el caballero que comparte los detalles de su divorcio o el subproducto de su cena con desconocidos. Aquellos que viajan con niños, perros o suegros harán bien en educarlos para la vida social antes de tomar el vuelo o, en su defecto, drogarlos concienzudamente durante toda la duración del trayecto. Coma pastillas mentoladas y no grite, no se pelee, no haga Bikram Yoga en el pasillo y, por el amor de todas las cosas, no se saque los pezones de la camisa para alimentar a su prole. En general, no joda.

Y, parece tontería que no lo diga el Manual, pero no viaje con herederos. Si comparte fila con cualquier miembro de su familia o de su empresa que se beneficiaría sensiblemente de su desaparición, busque una estratagema para cambiar de asiento o, si ya se sienta al final, cerca de la salida de emergencia, para que se cambie aquél. Si, a pesar de sus esfuerzos, no consigue poner distancia, deberá estar preparado para defender su vida de un posible ataque. Lo mejor es aprovechar la confusión y golpear a su atacante con la ventana de emergencia antes de saltar hacia la plataforma hinchable. Esto se aplica también a ex-maridos/ex-mujeres y, en muchos casos, suegras.

El manual no ofrece ningún dato sobre cómo sobrevivir después de la rampa, ni qué hacer cuando se acaben las baguettes de chorizo, los bizcochitos Kellog’s y las botellas de Cune, en caso de que los equipos de rescate se hagan de rogar. En previsión a semejante contingencia, el pasajero podrá consultar el ilustrativo documento de Mark Twain titulado Canibalismo en los trenes y sacar sus propias conclusiones.

Marta Peirano

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