Paleta de grises

El Butano Popular

Yo fui un heavypollas adolescente

Me escribe Medrano por el Facebook, que si me acuerdo de él. Que estuvo chafardeando, buscando gente del pueblo, y que a partir de una de mis hermanas (imagino cuál, se presenta en las listas del PPSOE) llegó a mi perfil. Y sí, Medrano, claro que me acuerdo: tú fuiste mi primer infectado.

En aquel pueblo inhóspito, ser adolescente era especialmente duro. Miento, era duro si tu familia vivía del agro, pues eso te esclavizaba al albur de las estaciones. Pero ser moderno, alternativo o simplemente urbanita era una tarea hercúlea. Allí las tribus urbanas (¿o debería decir agrarias?) se peleaban por las imágenes de semana santa.

Mi vecino Paco, que me sacaba unos años y mucha vida, se dedicaba a trapichear con Leño y la heroína. Las tardes de calor yo me sentaba a la puerta, cuando bajaba el sol y se estaba fresquito, a leer mis tebeos. Y él a fumarse sus cigarritos y a escuchar a sus Leño. Un día me dejó una cinta grabada. En la carátula se podía leer con una caligrafía reñida con la excelencia académica: deep purple inrock (sic). Y todo mi mundo cambió.

Mi vecino Paco, además de camello, era heavy.

Y ser heavy era ser como un zombi, como un infectado, mezcla de la inocencia dadaísta de Yo anduve con un zombie y la urgencia hueca de 28 días después.

Yo sucumbí al mordisco contagioso de mi vecino Paco. Fui uno de sus tantos infectados. Desde ese momento en mi mente sólo había dos pensamientos coherentes: “Aaaaghhh“ y “Ce… re… bro… hea… vy“.

Y entré en el círculo. Primero con los infectados menores, la chusma. Guti, que le pillaba hachís a Paco, hijo de guardia civil, sin pasta, accesible, con muñequera de pinchos y el tic metalero de escupir cada pocas palabras. De hecho, mi primera broma, la que me reafirmó en la horda, surgió de una carcajada suya. Me arrimé a él para que el grupo reconociese mi olor como suyo, para hacer mío su olor. Él me presentó a Iron Maiden: los Maiden. A Scorpions: los Scorpions. A AC/DC: los Eisidisi. A Barón Rojo: los Barones. Comencé a escuchar aquellas cintas grabadas que me dejaban, haciendo callo en el oído. Parchís quedaron atrás. Comencé a odiar los fandangos que escuchaba mi padre. La copla de mi madre. Las cintas que había por casa, versiones de los Pecos, chistes de Paco Gandía y Arévalo. En casa, mis padres y hermanas se referían a mi nueva religión como “música de perros pegados”. Yo callaba mientras metía en mi ADN aquellos riffs, aquellos solos de guitarra, aquellos agudos. Suspiraba por el pelo largo y camisetas de color negro con dibujos de portadas de aquellos discos que aún no había escuchado. Tocaba la guitarra en una regla de 50 cm que utilizaba en clase de dibujo en 1º de BUP.

Guti se me quedó pronto corto. Mi siguiente paso fue Duque, con pasta pero accesible. Aún recuerdo la primera vez que entré en la habitación que sus padres le habían habilitado para escuchar música: hasta donde alcanzaba mi vista, armarios repletos de cintas originales de grupos que aún a día de hoy no he escuchado. Él me reveló la existencia de Led Zeppelin. De Whitesnake. De Thin Lizzy. Duque era mucho más reservado que Guti, con lo que nuestros silencios fueron permeables. Me introduje en su vida por ósmosis. Fuimos inseparables durante una temporada. Me hablaba del AOR, me enseñaba sus camisetas de Whitesnake, de Rainbow, de Dio. Por aquel entonces yo sólo tenía una, de los Maiden, de la portada del Maiden Japan, mítico maxi en directo con Paul Di’Anno todavía a la voz. Me enseñó la importancia de los Mark (especialmente el II) en la discografía de Deep Purple. Lo importante que era estudiarse la revista Heavy Rock para estar al día en cuanto a fichajes y cuernos entre grupos.

Duque era el catalizador del heavy del pueblo. TODO pasaba por él. Inconscientemente, como buen líder zombi. Él caminaba, y el resto seguíamos su camino.

Yo cambié. Intenté convencer a mis padres de que tenía que dejarme el pelo largo, prueba por entonces irrefutable de homosexualidad. Nuestros lamentos por lo corto de nuestras melenas se elevaban hasta la luna llena en ciclos casi menstruales. Nos quejábamos de que no teníamos un garito donde escuchar nuestra música. Hicimos un apaño: le arreglamos el negocio a un hostelero con un bar que se le caía a cachos a cambio de que pusiese las cintas que le llevábamos. Allí tomé mis primeras cervezas con asiduidad. Cogí mis primeras cogorzas. Mis primeros porros.

La horda me olisqueaba con cierta aprensión y urgencia: aún no había infectado a nadie. Siempre me alimentaba de los restos de otros. Y entonces apareció Medrano, joven, inocente… y vivo. Dibujada bien, recuerdo. Hacía dibujos sin temática concreta, esbozos del natural. Comencé a hablarle de nuestra religión: el metal. De la incomprensión que sufríamos. Mientras le contaba todo esto olisqueaba su anatomía, buscando el bocado iniciático. Recurrí a los clásicos: los Purpel, los Zepelin, los Eisidisi, los Maiden. Aproveché un momento de distracción y mordí.

A partir de ese momento Medrano comenzó a dibujar guitarras con forma de hacha, calaveras ígneas y Eddies sonrientes. Calcaba los nombres de aquellos grupos con aquellas caligrafías imposibles. Y la horda se alimentó de su cerebro y pasó a engrosar nuestras filas. Yo había cumplido.

Tras Duque, sólo me faltaba el Final Boss: De la Rosa, con pasta e inaccesible. Siempre lo recordaré un día que fue a casa de Duque, estando yo allí, y al abrirle la puerta le saludó con el gesto comunal de los cuernos. Por lo visto, habían puesto minutos musicales en la tele y habían programado un vídeo de Dio. Y sólo lo había visto él. Y atesoró esos minutos musicales como si de un dios se tratase. Duque le rindió pleitesía como zombi alfa que era. De la Rosa agradeció el gesto con un gruñido. A mí ni me miró.

Empecé a leer el Heavy Rock. Compré cintas originales (pocas) en el catálogo de Discoplay y piratas (más) en el mercadillo semanal. Y con mi pulsión por la otredad acabé siendo expulsado de la horda y relegado con los tarados: empecé a escuchar Trash Metal. Renegué de los Maiden, de los Eisidisi, de los Jelogüín, para abrazar a los Metallica, a los Slayer, a los Carnivore

Mi colección de cintas seguía creciendo, condenada: lo que tanto me costó acumular ahora puedo juntarlo todo en una tarde googleando y sin que me ocupe espacio físico. Pero aún tengo una caja en la terraza, cerrada a cal y canto, con aquellas cintas, canciones muertas en un soporte fantasma. Porque esa caja representa lo que era el heavy en el agro: un esfuerzo infinito que tiende a cero.

Pero a día de hoy aún olisqueo, cuando la luna arrastra al viento, la presencia de algún cerebro virgen y palpitante en el que inocular la infección en la que ya ni creo. De hecho, un vecino adolescente se pasea por la calle con una camiseta de Tankard… Y Spotify, con esa manía de programarme en el modo radio heavy metal y hard rock de los 80-90… Y Grooveshark, donde tengo localizados los discos… que faltan en Spotify, el primer trash… los primeros Death Angel, los primeros Living… Death…, los prim… ero… ce… re… bro… hea… vy…

Diego Ávila

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