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El Butano Popular

Hablar de la Disney

A todas horas, antes de acostarme, al levantarme, hablo de la Disney. No puedo parar. Sus películas son tan divertidas. ¡Y dan para tanto! El Rey León. Solo El Rey León es motivo, por arte de magia (la magia Disney, claro, que me corroe), de interminables peroratas, la verborrea se dispara. Sentado en una terraza, sorbiendo un granizado de café, se me pasan las horas elucubrando sobre el universo Disney. Una desconocida comete el error de acercarse a pedirme fuego, ¡y ya le suelto algo sobre El Rey León! ¡O sobre Goofy!

Nadie en mi familia sabe cuándo empezó esta manía por hablar compulsivamente de la Disney, pero ahora mis padres y amigos me evitan educadamente cuando sale el tema. Mis compañeros de oficina, la gente por la calle, me dan esquinazo. “Que le den por el culo a este tío“, comentan sobre mí, entre ellos. Yo antes solía ser una persona agradable, ningún rasgo fuera de lo común, nada que decir o destacar, y de pronto, ¡zas! Esta manía, esta fijación por todo lo relacionado con el mundo mágico de Walter Disney, cubriéndolo todo.

Lo más curioso es que ni tan siquiera me he tomado la molestia de informarme demasiado. No soy un historiador, ni el típico fanático que rastrea internet buscando hasta el último detalle de sus películas de Disney favoritas: quién fue Walt Disney, donde esta congelado, etc. Al contrario: Soy más bien un idiota, un pobre hombre lleno de pasión por lo ilusorio, que no puede parar de hablar de este tema concreto. Lejos de acomplejarme, este asunto no me hace sentirme mal, simplemente soy incapaz de proceder de otra forma. ¿He dicho ya que mis amigos me evitan? ¡Las mujeres también! Si pretendes marcharte antes de que haya acabado de hablar de la Disney, te agarro del brazo para detenerte, ¡y me pongo a largar de 101 Dálmatas! ¿Y que me decís de 101 Dálmatas 2, la segunda parte, directamente en DVD? Esa sí que fue desternillante. Con Cruela de Vil, siempre tan enfadada, y los cachorritos corriendo, ingeniando sus triquiñuelas. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

Nunca había tenido demasiada afición por el cine, hasta que un día fui con mi padre a ver Aladdin. Nunca podré olvidar ese día. Lo recuerdo. Aquella película, con aquellos colores. Y la banda sonora. ¿Qué decir de la banda sonora? ¡No me lo podía creer! Mi padre me tuvo que sacar del cine con alicates. Estaba tan metido en la película, en su mundo de ensueños arabescos, que me pasé todo el tiempo hablando, riendo, diciendo cosas como, “pero, ¡bueno!; ¡sí, hombre!; ¡qué maravilla!, ¡oh dios!, ¡qué giro de guión tan bueno!, ¡que me parto!“.

Aquel día, al regresar de ver Aladdin, me estiré en la cama y soñé despierto con el mundo de luz y color y fantasía que acababa de descubrir. “¡Walt Disney, Walt Disney!“, me repetía, y ni tan siquiera sabia lo que ese nombre significaba. De hecho, durante mucho tiempo pensé, estuve convencido, que Walt Disney era un lugar geográfico-mental, un gran espacio ubicado en el centro de nuestra imaginación infantil. Así de extraña era mi cabeza.

A veces, producto de la emoción, excitado ante la proximidad de un estreno (aunque sea un estreno en DVD) me orino encima. Me hago pipí. No mucho. Sólo unas gotitas, o un chorrito. Un chorrito nada más. Pero es suficiente para inundarme en la vergüenza. De nuevo obligado a llevar un periódico o una revista cubriéndome la retirada.

Tantas humillaciones, ¿de verdad valen la pena?“, esa es la pregunta con la que interrogo a mi único amigo fiel, Herbie, un pastor alemán que encontré en la perrera, y al que le falta una oreja. Asustado, el perro abandona el cuarto. Pero no importa. ¡Ya volverá!

Carlo Padial

El Butano Popular © 2010

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