El corro de la patata

El Butano Popular

Hoy: Lujuria vegana

Durante la comida mi abuelo afirma que las vegetarianas, por fuerza, tragan. Lo hacen por puro instinto proteico y lo dice por los líos de la amiga vegetariana que últimamente frecuenta mi madre. El próximo domingo, por cierto, nos ha invitado a una paella popular que se organiza todos los meses en su casa.

La casa resulta ser un impresionante caserón en La Floresta, al otro lado de Collserola, la montaña que impide que Barcelona prosiga más al norte. Yo tengo unos doce años y mientras se sofríen hortalizas una bruja me pasa la mano por la nuca y me dice que soy especial y que tengo poderes, que están ahí, que los nota, que emanan. Estamos sentados en unos escalones del enorme jardín, un poco alejados de los allí congregados, gente rara que habla de astros y de apios. La hembra yoda supera la treintena y también dice ser médium, y está ahí pegada, dorándome el ego y acariciando mi nuca. Se me eriza todo y, pese a mi inocencia, noto el juego de seducción. Igual le iban las pichas púberes, no sé, las proteínas que decía mi abuelo, y ya no recuerdo cómo se desdibujó la cosa, pero sí que prometí comprarme un tarot para canalizar lo que fuera. Al día siguiente, en vez de la paja que merecía el encuentro, me compré una baraja.

Más tarde, escuchando conversaciones adultas, me enteré de que era una de las amantes de Héctor Torres, el primogénito de la familia, que tenía una consulta de astrología y medicina natural a la que acudían muchas cuarentonas, algunas brujas y unas cuantas médiums. Mujeres que pedían hora para que el Dr. Héctor les tratara el desarreglo y que marchaban relajadas porque el hombre resulta que era un libertino de mano larga. Y ellas se dejaban, e incluso lo buscaban con desespero cuando virgo se alineaba con Venus. Murió joven y desecado.

La familia vive del prestigio del ya difunto patriarca, el Dr. Aquilino Torres, reputado gurú del naturismo. Los cuatro hijos, dos chicos y dos chicas, predican y difunden su obra, y no les va mal. Están un poco p’allá, salta a la vista, quizá porque han sido criados en una estricta cultura vegetariana desde que nacieron. Y tienen agitadas vidas sentimentales, todos separados, amancebados y de flor en flor.

Después del arroz con brócoli y alcachofas juego al escondite con niñas vegetarianas. Están pálidas y nos ocultamos en torreones y sótanos, esperando entre tinieblas a que nos pillen. Aprovecho esos momentos para acercarme a ellas, en busca de roce. A lo mejor es porque de tanto emanar con la bruja tengo el aura que se sale; pero también porque esas niñas son, no sé, diferentes. Huelen a ajo y a cebolla.

El caserón de La Floresta es impresionante, el paraíso del pilla pilla. Tiene polvo, escaleras de caracol, telarañas y hasta una especie de pajar apartado donde se acumulan cajas con los libros del abuelo, el patriarca que pese a llevar un tiempo criando malvas sigue allí como espíritu venerado que transita por estancias y jardines; cuando se intuye su presencia se hace el silencio y se asiente. Amén.

Aquilino Torres fue un pionero en lo suyo, y cobró buenos réditos de ello. Sus tratados sobre la bondad del electromagnetismo hortícola y cómo prevenir el cáncer con nabos y pomelos se vendieron por toda Europa. Tras la Guerra Civil se le encarceló por ácrata, pero, no se lo digan a nadie, fue liberado tras la visita de Himmler a Cataluña. Al parecer el Comandante en Jefe de las SS, tras buscar el Grial en Montserrat, se interesó por el sabio de las berenjenas, de quien se declaró ferviente seguidor. Bueno, de hecho afirmó que hasta el mismo Führer leía con devoción sus opúsculos vegetarianos y procuraba seguir las dietas allí prescritas.

Otra cosa que debe permanecer en secreto, entre ustedes y yo, es que el Dr. Torres murió de cáncer de próstata. Los hijos silenciaron el asunto y se negaron a que lo visitara un oncólogo por aquello de no poner tacha en un currículo en el que les iba la vida y el bolsillo, y sometieron al enfermo a una cura basada en baños de agua, apio y perejil. El aliño no sirvió de mucho pero quizá explique la espectral persistencia del finado.

Tras aquella jornada en el reino vegetal estudié el tarot con devoción adolescente, era mi destino, e hice mis pinitos adivinando porvenires. Mi madre lo comentaba orgullosa a sus amigas, y cuando estas pasaban por casa a tomar un café y hablar de tupperwares, me pedían que les echara las cartas. Un día, una de ellas me preguntó si su marido tenía una amante. Esparcí los arcanos sobre la mesa, miré a los ojos de aquella ama de casa y con la solemnidad que requieren estas cosas le dije que sí, que la engañaba con otras.

Se lió parda.

Sr. Ausente

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