El corro de la patata

El Butano Popular

Hoy: Furia sioux en Tarragona

Mi abuela murió sola en su casa y no lo descubrimos hasta pasada una semana. Esto es así. Hubo atenuantes, entre ellos que dejó caer que se iba a una residencia de ancianos y no pensaba decirnos a cuál; pero explícaselo a la señora del carrito que reparte teletipos por el barrio. El suceso llamó mucho la atención del charcutero de la esquina. Los propietarios de charcuterías selectas son, al menos en Barcelona, tipos de poco fiar que seguro esconden terribles secretos en la despensa, al lado del foie. Y ahí estaba el charcutero, tan servil y viscoso como siempre, cortando lonchas de jamón de Salamanca mientras preguntaba cuántos días habían pasado realmente y en qué estado había quedado el cadáver. No me dio la gana responder lo de las moscas en la moqueta. Tampoco me atreví a contraatacar con los canelones del domingo, que estaban agrios. A veces me paso de prudente.

Mi abuela sufría arrebatos de demencia senil, pero no lo considerábamos atenuante de la maldad que en ella anidaba. A mí, de pequeño, me daba miedo, e ir a visitarla era un suplicio con el que había que cargar por protocolo y obligación. No le recuerdo muchas muestras de cariño hacia mi persona, ni tampoco hacia el resto de nietos y familia. Tenía un querer muy raro. Si le enseñaba las notas escolares, o le comentaba un pequeño éxito, entonces afirmaba que yo era el único que había salido a ella, que estaba orgullosa, que veía en mis ojos el brillo de los suyos, y que el resto de la familia eran todos unos desagradecidos y unas malas personas; y se explayaba en detalles. Nunca supe si me lo decía de verdad, lo de que yo era el bueno, el escogido, porque tanta inquina me desconcertaba.

Mi abuela odiaba por turnos, en rotación, mientras afirmaba cambiar testamentos cada dos por tres. Una ruleta de la fortuna (de la que no salí beneficiado) donde las casillas sin premio eran pozos de negrura sin fondo. Con el tiempo me di cuenta de que mi abuela acudía al odio por necesidad, que le alimentaba la vida y por eso lo buscaba próximo. Pero ni siquiera el odio es eterno.

A mi abuela la visitábamos de uno en uno, así que debo de dejar el plural a un lado. Llamaba a la puerta y después de un rato su voz preguntaba identidad, atrincherada al otro lado. Soy yo. Y la espera se demoraba un rato. Quizá retiraba fotos del resto de familia del recibidor y dejaba sólo las mías, o se ponía guapa, yo que sé. Luego abría los catorce cerrojos y me hacía pasar a una sala en la que nunca circuló el aire y donde las persianas siempre permanecieron cerradas, no fuera que entrara el sol. Me ofrecía unas galletas reblandecidas y empezaba a hablar. Sin descanso. Hablaba, hablaba y hablaba. Y seguía hablando. Algo terrible. Y sobre la chimenea, un enorme retrato de Francisco Franco.

Mi abuela paterna fue una de las Damas de España de la Guerra Civil.

Nacida en un pueblo de Tarragona, era hija de una familia de campesinos muy humilde. También una muchacha hermosa, “más guapa que Sara Montiel, que se parecía mucho a mí“. Una pizpireta adolescente que cautivó al heredero de la mayor fortuna del pueblo. Tanto que se casaron, muy jóvenes, y a los pocos meses estalló la Guerra Civil. A él lo encerraron en la checa del pueblo y a ella, embarazada, la dejaron en paz, si puede decirse. Y así pasó la contienda, con él pudriéndose en la cárcel y mi abuela, campesina siempre y princesa sólo por un día, aprendiendo a odiar.

Cuando las tropas nacionales cruzan el Ebro y se sabe que se acercan, mi abuela las va a esperar a la entrada del pueblo. Armada, hay que decirlo. Y cuando llegan, mientras va señalando que si éste que si aquél, las guía hasta la checa, para que liberen a su marido, que murió al poco de tuberculosis. Demasiada furia para un pueblo tan pequeño, así que se fue a vivir a Tarragona capital, donde conoció al que fue mi abuelo. Un bohemio desgarbado y sin profesión conocida que tocaba el piano, pintaba cuadros de masías y avellanos y siempre llevaba una manzana en el bolsillo.

Después se mudaron a Barcelona, ya que el régimen recompensaba a las damas de España con quioscos y estancos. A ella le tocó un par de los primeros. Ahora que lo pienso, ese abuelo del que tan poco sé (y cuyo apellido he prolongado) es un extraño oasis en su vida, porque de tanto esperar militares a la entrada del pueblo le cogió gusto y fetiche a los de uniforme, y en aquellos largos monólogos a los que me sometía le cacé algún desliz de coqueteo y guiño picarón con un vecino general, o comandante, o yo qué sé.

Así que mi abuela, cuando enviudó por segunda vez por culpa de una cirrosis despistada en un hígado abstemio, se casó por tercera con un militar viudo. Y luego por cuarta con otro. Siempre hubo bromas en casa. A saber qué les dará. A saber qué les hace. Aquellos hombres entraban en su casa verticales y vitales, militares en retiro dispuestos a una segunda juventud, y salían al rato con sus mejores galas, en pose horizontal y con los pies por delante. Y con cada uno de los difuntos regresó a su pueblo, para enterrarlos en la misma fosa. Allí, todos juntos, para que entre huesos y gusanos comentaran a codazos que vaya con mi abuela.

Hoy, cuando pienso en ella, no veo a aquella anciana en bata que platicaba bajo un retrato del generalísimo. La imaginación es poderosa, y a mi abuela la visualizo como Sara Montiel en Yuma y Veracruz, con cartucheras, pistolas y un par de bandoleras cruzadas que realzan sus pechos y van repletas de munición. Una rebelde mexicana y una sioux indomable, esperando en lo alto de la loma a las tropas sublevadas. Una imagen romántica; pero fue allí, durante esa espera, en el frío enero de 1939, donde mi abuela descubrió que el odio es vida.

Sr. Ausente

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