Hace tiempo que vengo al taller y no sé a lo que vengo

El Butano Popular

Bracito de mar

El noveno caso del día es el de Antonio Rodríguez Rodríguez-Rodríguez, varón caucásico, treinta años, metro cuarenta y ocho, cincuenta y dos kilos, vasta sonrisa, patilla fina, soltero, español, sin hijos. La foto que ven en pantalla es reciente y en ella pueden advertir la cercanía en el tiempo de su veraneo en Punta Cana: analicen el bronceado.

El sujeto sufre un complejo más o menos profundo a causa de su estatura. El ocho de febrero del noventa y cinco, en plena clase de matemáticas, agarra a su compañero Julián “Culopollo” Briones por el hombro y le clava un compás en la espalda; tan solo provoca una herida superficial gracias a que la pierna de la aguja es graduable y el tornillo va flojo; diez años más tarde, en un email dirigido a un antiguo compañero de clase con el que ha mantenido el contacto, se refiere a este hecho como “un arrebato creador”. Sus tres películas preferidas son “Los héroes del tiempo”, “Smoochy” y “Ray”, biopic de aquel pianista negro, ciego y finado que, como pueden comprobar en Google Images, siempre se ponía contento al presentir el clic de las cámaras. Una noche de invierno de hace siete años, Antonio sujeta a su novia de aquel entonces por la cintura y susurra “¿No ves que te quiero de verdad? ¿Es que no lo ves? Te quiero de verdad”. Jamás ha tenido una experiencia cercana a la muerte. Halla un nivel elevado de paz interior fregando los platos o leyendo “un buen libro”. Compra el pan en Cosmen & Keiless. En el noventa y nueve, volviendo a Madrid desde Vigo tras una escapada de fin de semana, sus amigos aparcan la minivan de alquiler a un lado de la carretera para ver pasar a unos ciclistas en competición y el señor Rodríguez Rodríguez-Rodríguez pisa una mierda que luego tendrá que rascar de la suela de su zapato contra el filo del quitamiedos. Se trata de una persona ruidosa; un amante del estrépito, del estornudo fuerte y el tropiezo porque sí. Junto al escritorio de su cubículo, en la oficina, hay apoyado un texto enmarcado; el texto es el siguiente: “¿Qué se puede hacer si uno dobla la esquina de su calle y se siente invadido por una sensación de felicidad, de absoluta felicidad? // Katherine Mansfield”. Una tarde de primavera, dentro del autobús cuarenta y cuatro, disfruta del trayecto que va desde la Fnac a su casa sentado en la última fila despegando las etiquetas con los precios de más de diez cedés para pegarlas en la espalda de los asientos de la penúltima fila tirando al suelo los plásticos hechos trizas sin preocuparse. Tiene una voz de oro y una estrella tatuada en el codo con bajas probabilidades de arrepentimiento. Ayer, estando sentado sobre la fotocopiadora cual Humpty Dumpty sobre el muro, ve acercarse a la chica nueva de su sección y, con un leve agitar de piernas, piensa “romance apunta en el horizonte”. Desde hace seis meses lo único que suena en su reproductor de mp3 son grupos-bandas-conjuntos musicales del sello discográfico Warp. No ve ni llama a sus padres más de tres veces al año. Tiene el colesterol “por las nubes”.

¿Qué les sugieren las facciones de su cara? Antonio Rodríguez Rodríguez-Rodríguez es un hombre baqueteado por la vida. Un hombre que ha visto la luz y sabe que la felicidad de unos es el kitsch de otros y que lo que las clases medias adoptan las clases altas lo abandonan. Puede hasta caernos bien, parece un hombre en busca de la verdad. Pero no hay que perder la concentración; aquí en La Caixa no concedemos un crédito así como así. Y menos de esta magnitud. Señores: no se duerman en los laureles. Y usted tampoco, señorita. La gente es perversa, retorcida, recuérdenlo. Ahora tienen en su poder todos los datos. Es su turno. Han de obrar según les dicte la razón. Pero ya son las once pasadas, guarden el trabajo. Break de media hora. Me dirijo a los nuevos: vayan por el pasillo de la izquierda hasta la puerta aquella, entren y pregunten por Marga; ella les hará entrega de los tickets restaurante, enfrente tienen los váteres. Damas y caballeros: los que quieran bollycao, ¡que me sigan!

Jorge de Cascante

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