Grimorio de memorias

El Butano Popular

Monstruosidades derivadas

(Los recuerdos están para ayudarnos a convertirnos en adultos, no para funcionar como vertedero de traumas infantiles. Este grimorio memorión no rebosa nostalgia, sino sed de conocimiento. ¿Qué hay ahí atrás y por qué está, en definitiva, ahí atrás?)

Ghoulies – Luca Bercovici – 1985

La primera vez que me tropecé con la productora norteamericana de cine de género Empire fue, estoy completamente seguro, gracias a la película Ghoulies. Por una feliz mezcla de casualidad y entropía, Ghoulies me cogió de los hombros y me sacudió con fuerza en una noche de Vídeo Comunitario (aquella programación por satélite para pobres de finales de los ochenta) dedicada al horror. Allá por 1987.

Breve y concisa ambientación para no habituales del cine codificado: Empire era una modesta compañía, propiedad del mogul Charles Band, que obtuvo fama y reconocimiento entre los aficionados gracias a la producción de una cinta que acabará pasando por aquí en algún momento de nuestro butanero porvenir: Re-Animator. A pesar de la agresividad visual de Re-Animator, Empire se especializó en producir películas muy baratas y con una cierta orientación desvergonzadamente juvenil: explotando éxitos ajenos, con moraleja, estructura férreamente clásica y montones de efectos especiales. Ghoulies fue el intento de Charles Band de arañar algo de la popularidad de Gremlins. El efecto en mí tuvo algo de colateral.

Ghoulies es Gremlins en clave demoníaca: un grupo de adolescentes se trufan de satanismo y jugueteo con fuerzas diabólicas, y para acompañar al villano luciferino surgen de las profundidades estas criaturas babosas y descarnadas con textura de ciruelas antropomorfas. No sé si recuerdan Gremlins: jugaba con la identificación que el espectador tenía de las criaturas que la poblaban con muñecos de peluche, lo que hacía su segunda mitad, la de la mutación en demonios de Tasmania, mucho más impactante. Pero desde un punto de vista meramente técnico y de diseño, la sensación de vida que transmitían los gremlins era total: la expresividad de los gestos, la relativa naturalidad de movimientos, aquellas tres reglas que daban carta de legitimidad a su ciclo reproductivo, hacían que su similitud con los muñecos de peluche que cualquier jovencita tenía en su habitación los bañara, precisamente, de realismo. Ghoulies se convirtió en la réplica infrapresupuestaria de esa paradoja: no sé si conscientes de que técnicamente no podían simular estar vivos, los ghoulies se comportaban como si fueran… marionetas. Ya no solo es que no tuvieran mitad inferior del cuerpo, sino que los brazos y el cuello no estaban articulados. Para moverse y expresar emociones tenían que girar y sacudir el cuerpo entero, siéndoles extirpada cualquier similitud con organismos complejos, y plantando un inesperado puente estético con un icono de nuestra infancia de entonces: los Teleñecos.

Los ghoulies se me revelaron así, en pleno trampolín hacia la adolescencia, deseoso de encontrar motivos para sajar hasta la última de mis conexiones con los primeros quince años de mi vida, como una perversión aceptable, redonda, simbólica y memorable: Ghoulies era Gremlins para mayores.

Pronto descubriría que el cine bueno, es decir, el de crímenes extremos, horrores insondables y ciencia ficción enloquecida era justo eso, lo que había detectado que hacía Ghoulies: el que haría virar de forma imprevista mi forma de ver el mundo. Lo que aún tardaría en vislumbrar es que llegaría un momento en el que cada uno de esos nuevos golpes de timón, cada nuevo equivalente a esos ghoulies destroza— Muppets no me iba a conducir, necesariamente, a un lugar más cálido y deseable.

John Tones

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