El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Miedo y asco en Vodafone™ Sol

Ainhoa Rebolledo Una para las dos— 25-03-2015

He pasado tres meses dormida, bajo un mal sueño de Dormidina. Una pesadilla electrónica de la que no me conseguía despertar ni a la de tres, ni siquiera cuando empecé a frecuentar con los ojos abiertos la estación de Vodafone™ Sol a las ocho de la mañana y a chocarme en las escaleras del transbordo de la línea roja a la amarilla con decenas de desconocidos de las provincias de Madrid que caminaban llorando porque se sentían solos y se sabían perdidos. Yo también me sentía sola pero pensaba que en un ratito estaría acompañada. Muchos llevaban libros de Mario Vargas Llosa, no puedo dejarme ningún dato importante en el desarrollo de la historia que realmente no pienso contar.

El otro día descubrí por casualidad un pasillo que conecta los dos andenes en la estación de Vodafone™ Sol y donde además tienen a Harry Belafonte de hilo musical. Desde ese fantástico descubrimiento, al hacer el transbordo sólo me cruzo con el Pato Lucas, Piolín y Bugs Bunny, nada de humanos, nada de hombres, nada de lectores de escritores arrogantes y cuando al volver a casa me bajo del metro en la estación de Canal me cruzo siempre por Bravo Murillo con los perritos tan bonitos que cuelga Jorge de Cascante en Instagram: son las réplicas auténticas de lo que veo en internet, como si las calles de Chamberí fueran el lugar exacto donde se prueban las impresoras 3D. Antes de [elipsis] yo llevaba a cabo todas las ideas que se me ocurrían, si me equivocaba no sólo no sentía el fracaso sino que veía directamente la nueva oportunidad: vivía la vida como una sucesión de aventuras fascinantes que siempre terminaban bien. La víspera de [elipsis] me quedé dormida en un hotel de Barcelona y me desperté anestesiada a casi mil kilómetros de casa. Yo tenía claro que esa aventura sería sumamente atractiva, en la teoría y en la práctica, y por supuesto que hice click en ACEPTO sin haberme leído las diez páginas de Términos y Condiciones. No disponía de la información necesaria que me explicara bien el trampantojo: lo que yo veía como una aventurilla que contar a mis hijas con orgullo era en realidad una apuesta muy alta y yo estaba depositando toda mi ilusión en un número que ni siquiera salía en la ruleta. Por supuesto que perdí pero no pasa nada porque caí de pie, aunque el síndrome de Estocolmo me aplastó poco después. Bueno, en el fondo estaba jugando, jugándome la vida al intentar sujetar un idealismo de resistencia muy complicado, como lo llamó Rubén Lardín, que para algo es escritor. Me gusta el café, me gusta sentirme despierta, me gusta sentirme viva, me gusta que me abracen, que me achuchen, me gusta poner las comas cuando necesito respirar y no cuando me lo exija la gramática, me gusta que durante esta primavera el peor momento del día sea cuando me cruce con los Looney Tunes en ese pasillo de la estación de Vodafone™ Sol por el que no transita la gente triste. Ahora voy a poner un punto y aparte.

Yo ya me sentía terriblemente sola pero me sentí totalmente abandonada al ver que la persona que yo quería que me acompañara en la aventura no se quería sentar a mi lado: al principio decía que quería venir conmigo pero que se mareaba en los viajes pero luego, cuando yo ya estaba subida en el autobús, haciéndole gestos desde el otro lado del cristal para que se subiera, que el coche ya estaba arrancando, que nos íbamos ya, me dijo que no vendría y se acabó la elipsis. El electrón se había desexcitado espontáneamente y el campo electromagnético volvía a estar en el estado fundamental: vacío.

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