Radio de calado

El Butano Popular

La propiedad intelectual y el pánico a dar la hora. ¿Quién eres tú?

Dar la hora por la calle. Alguien debería prohibirlo. Es algo muy antiguo. Es un intercambio de información que no tiene sentido. En la era de la información hay un idiota que no sabe dónde está, o qué hora es. Cuando alguien me pregunta la hora por la calle, empiezo a temblar, siento que la respiración se me acelera. No puedo respirar. Demasiada presión. Encima, para acabarlo de arreglar, la gente que te aborda suele tener prisa, son maleducados de una forma muy sutil, imperceptible tal vez, pero molesta. Siempre tienen prisa, lo que no hace sino empeorar las cosas. Intento mirar el reloj, aprieto los dientes y me agarroto completamente, con uno de esos ataques de pánico que te vienen porque sí, el terror invisible, una especie de borrachera de histeria. Busco el reloj que llevo en la mano izquierda, y me doy cuenta de que se ha enganchado entre la manga del jersey y la chaqueta. No consigo sacarlo. Me sorprende tanto que estoy a punto de mearme encima. Otro incontrolable deseo me invade: salir corriendo. El reloj siempre se niega a salir, siempre sigue enganchado, se aferra a la ropa, es una sensación asfixiante. Entonces, tartamudeo una disculpa que la persona que pregunta no parece escuchar. No sé qué decir, ni qué hacer. “Lo siento, de verdad.” Me gustaría tirarme a sus pies, agarrarme a sus rodillas, y pedirle disculpas. “Lo paso fatal cuando me preguntan la hora —le diría—, no lo soporto. Sufro de una manera espantosa.”

En cierto modo, durante unos segundos, ese desconocido o desconocida me posee en cuerpo y alma, se apodera de mí con su ridícula petición, me estrangula con su deseo irresponsable de saber la hora. Soy un juguete en sus manos, una víctima de su falta de previsión enfermiza. Le pertenezco. Ellos, puedo notarlo, jadean interiormente, están excitados ante la idea de controlarme. ¡El poder les pone cachondos, a los muy cerdos! Yo los odio, nos miramos de reojo mientras me peleo con la manga de mi chaqueta, me siento avergonzado. He permitido que un tipejo cualquiera me domine, y de golpe, me he convertido en su esclavo. Yo sólo quisiera poder ir por la calle sin necesidad de hablar con nadie, como un buen narciso, soy egoísta, no pido demasiado, y en caso de que sea necesario dar la hora, sólo pido que me informen antes. Eso es lo que de verdad me gustaría, saberlo con antelación. Pero la gente no avisa. Salen de detrás de un coche, o de un árbol, se esconden, aparecen de un salto por la boca del metro. Joder, ¿queréis saber la hora? ¡Pues que os den por el culo!

Antes, cuando me pedían la hora, lo pasaba mal durante un rato y luego lo olvidaba, mientras que ahora sufro de una forma continuada, me angustio horriblemente. Tengo que aprender a dar la hora. Tengo que entender cómo funciona la sociedad. Me paso el día en la calle, y soy consciente de que esto puede pasar. Esta actitud negativa, que raya en lo patológico, esta fatiga crónica a partir del momento en que alguien me pide la hora, o cualquier otra cosa, ¿cómo explicarlo? Un narcisismo hostil me embarga. Regreso a casa ahogado, y cierro la puerta con doble llave. ¡Echo la cerradura!

¿Nadie se da cuenta de lo absurdo que es este sistema de intercambios horarios? ¡En pleno siglo XXI! ¡Yo no puedo hacer nada por estar a la altura de una costumbre tan arbitraria! ¡Carezco de fuerzas! ¡Y tampoco tengo tiempo real que intercambiar! ¿De verdad es necesario?

Me meto en la cama. Y escondo la mitad de la cara bajo las sabanas, con la mandíbula apretada y los ojos abiertos completamente, mirando al techo. Y me quedo así durante horas. Reflexionando sobre los encuentros fortuitos. ¡La cabeza me va a mil por hora! Durante la noche, todavía bajo los efectos del shock traumático callejero, me estremece la sensación de que alguien me pide la hora. Sé perfectamente que aquí en casa nadie me va a pedir la hora, pero aún así, sufro mucho y lo paso fatal. Recuerdo todas las veces que me han pedido la hora o cualquier otra cosa por la calle. ¡Qué mal lo paso siempre! Recuerdo una vez que llevaba un hilo de mandarina entre los dientes, y recuerdo otra vez, hablando con una chica, en que acababa de tomarme un café con hielo y probablemente mi aliento a café le hizo aborrecerme de por vida. “¡El guarro del café!“, debió de pensar, la muy zorra. Eso por no hablar de la vez que llevaba un pelo negro como la pata de una mosca gigantesca colgando de la nariz, etc, etc, etc. Creo saber dónde está el problema y como atajarlo, pero aun sabiéndolo perfectamente, el terror invisible, el pánico a dar la hora, reaparece una y otra vez.

Metido en la cama, reflexiono detenidamente, sobre lo que me ha sucedido. Demasiado perturbado para dormir, no sé cómo explicarlo… ¡Esto es espantoso! Y, sin embargo, sé que no hay nada que temer. A nadie le importa esta mierda.

Carlo Padial

El Butano Popular © 2010

Staff |

Logotipo de Javier Olivares | Grafismo Glòria Langreo